Crónica del paso de los tejanos Swans por el Teatro Barceló de Madrid el pasado miércoles 11 de octubre
No se cuántos temas conté que tocaran Swans el pasado miércoles 11 de octubre en un Teatro Barceló que chirrió entonces como pocas otras veces, que se agrietó compungido al calor del beso de la muerte de la banda de Nueva York. ¿5? ¿6? En dos largas horas y media que a veces parecen un suspiro y otras una eternidad. Venían con la premisa de despedir el formato actual de la banda y lo que ponen sobre el escenario es, en definitiva, lo mismo que está contenido en el álbum exclusivo de edición limitada Deliquescence que han publicado este mayo y que recoge la experiencia que proponen en directo, con 155 minutos de duración. Su propia tormenta.
La experiencia a la que te someten Swans es de combate, pero no de una violencia liberadora o descontrolada. Su avalancha es más bien una misa y aboga por la generación de la tensión como punto de apoyo de todo. Un concierto de Swans es como el sexo tántrico, o un recuerdo constante e insistente de que lo importante es el viaje en si mismo y nos sus resultados, la experiencia. El sexo y no el orgasmo, que viene a arruinarlo todo. No hay explosión en Swans, ni de placer ni de dolor… hay una atmósfera que va engordando, hay un espacio que siempre está fijado a sus propios límites y pugna por desbordarlos. No se puede hablar de progresión porque no es que Swans se tomen su tiempo para llenar todos los espacios y lugares de los que dispone su sonido, es que viven al borde del precipicio.
Como en una increpación perpetua, Swans te retan sin pegarte el puñetazo, te amenazan y generan un mal rollo que nunca se resuelve, y en esa espiral oscura es donde te atrapan en su juego, el de la extenuación. Puedes golpearles cuanto quieras… resistirán todos los golpes y te matarán sin rozarte, por tu propio desfallecimiento.
Michael Gira parece un fantasma. En el centro del escenario, con un rostro torturado y anciano y esa cabellera platino que yace sobre los hombros, eleva sus mantras de iglesia perdida y convoca a los hijos del ruido, descargando la furia de su guitarra a base de golpes o dejándola crujir, chillar, invocar las almas que se han sumergido en algún limbo entre el sonido y la electricidad. Sin apenas rozarla, se mueve hacia delante y hacia atrás liberando todas las posibilidades físicas de la distorsión, forzando acoples y cortocircuitos.
El quinteto que lo acompaña, un poco jinetes del apocalipsis, un poco borrachos de taberna fantasma, almas errantes que pasan de purgatorios, insiste en su descarga y le eleva o le retrae con una industrial naturaleza. Pero hay un séptimo miembro que no está sobre el escenario, y es el técnico de sonido. Brutal, su trabajo es que cada uno de los instrumentos que suena, el teclado, la guitarra, el bajo o la steel guitar, ocupen su lugar preciso en la masa tridimensional que es el muro de Swans. Notas como la guitarra chilla o como va silenciándose, insistiendo en una misma melodía que pasa con sutileza a segundo, tercer, cuarto plano para ir cediendo protagonismo a una psicodelia de pequeño Hammond que se incendia desde el chispazo, y luego como la histeria de la steel guitar de pronto emerge en el totum revolutum.
Todo se construye para poner banda sonora a la desesperación, partiendo de los preceptos del post punk o del post rock y trascendiéndolos para desdibujarlos y convertirlos en una experiencia distinta, contundente, tenebrosa y acongojante, una condena a muerte, una inacabable agonía. Suplicas el tiro que nunca llega y te retuerces esperándolo.
Hay lugar para momentos más convencionales, con voz y un ritmo machacón, como los que llegan al final durante el enorme, mastodóntico deshoje que es ‘The Glowing Man’, pero el curso general es oscuro, denso, extraño y sin aristas, nebuloso e infectado. Como si Swans envenenaran el aire. Como si Swans envenenaran el tiempo. Como si Swans envenenaran el espacio… allí donde nadie puede oír tus gritos.
Foto: Teresa Gómez (@terego_photo)
Vídeo: Rubens Rodrigo (@rubens_rodrigo); @_musik_