Crónica Primavera Sound 2018. La madurez, una nueva juventud

cronica primavera sound 2018

El Primavera Sound alcanza la madurez que se presupone a toda una mayoría de edad encarando a la vez una nueva juventud, enfrentando su propia brecha generacional a base de música y reivindicándolo todo como antaño, con una buena fiesta

“En España se podrían hacer cosas mucho más grandes a nivel industria. Se está desaprovechando un momento que no se sabe cuánto va a durar”, decía Antón Álvarez, Pucho, C. Tangana en la rueda de prensa inaugural de este Primavera Sound 2018. Por ellos no será. El Primavera vuelve a salir triunfal por enésima vez y sella otro paso más en una trayectoria que ya más que descomunal resulta emocionante tapando cualquier error, fallo o laguna que pueda haber (y que hay) de la mejor manera posible: con música, y con música muy buena, además. Con un sonido espectacular en el 85/90% de los espectáculos, con una ética irreprochable. Pucho estaba acompañado en esa rueda de prensa de los otros dos tenores de la escena urbana nacional, Yung Beef y Bad Gyal, en lo que además era toda una declaración de intenciones del festival barcelonés. Y una manera de entender su posición. Entre la visión comercial de C. Tangana y la ambición anarcopunk de Yung Beef, entre el negocio y la más pura autenticidad y con una proyección internacional que cada día va a más y que seguramente irá más allá todavía.

Si todos los años son, además, un ejemplo en cuanto a programación y selección editorial, este año han hecho de esta virtud uno de los filones a explotar, con una diversidad genérica brutal y con una configuración descabelladamente cuidada. Podías pasar del hip hop techno de Vince Staples a la oniria electrónica de Nils Frahm o del festivo y carismático pop rock de Haim al brutalismo de Idles en lo que eran estimulantes rupturas, pero también disfrutar de transiciones perfectas como la que empalmaba a Father John Misty con The National en una orgía de vientos y arreglos a la americana o la que era toda la tarde del sábado, un trayecto de guitarras y synth pop que culminaban en sus respectivas cumbres los Arctic Monkeys y una maravillosa Lorde.

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Con buen tiempo, con la brisa del mar, hasta las seis de la mañana, con unos precios que ya no parecen tan descabellados como antaño viendo la subida generalizada que han abrazado todos los festivales y que en el Primavera, de momento, se mantiene (y esperamos que así sea). El Primavera Sound es único, y si no es único en el mundo al menos sí lo es en España. Puede quedarse sin mecheritos de merchan a la primera de cambio, sin agua ni café en la zona de prensa y sin botellas de agua en algunas de las barras; puede cancelar a Migos, uno de los cabezas más exclusivos, sobre la bocina; puede que cada año los fosos sean más grandes y cada vez estén más lejos los artistas y puede que este año haya habido algunos más fallos de organización de lo normal, pero el Primavera lo arregla todo con música. Consigue que los artistas brillen con luz propia y rompan el abismo del foso para fundirse con una audiencia siempre entregada igual que respetuosa, consigue que la caída de los reyes del trap se convierta en la oportunidad de degustar con propiedad una de las ya de sobra confirmadas más prometedoras estrellas de 2018: Jorja Smith. Consigue que cuando te faltan las fuerzas, que cuando te asaltan las dudas llegue ese concierto que te salva el festival y hasta puede que la vida, que te da alas para seguir toda la noche hasta un amanecer azuzado el jueves por el technazo de DJ Koze y el sábado por el de The Black Madonna. Logra lo imposible suavizando con la caricia espectral de Beach House el cabreo que te pillas cuando asumes que con el descalabre horario que supuso el tema de Migos y la inclusión en su espacio de Los Planetas, concierto sorpresa que celebraba por todo lo alto (y muy en la línea de los dos triunfos festivaleros de Sonorama 2017 y Tomavistas 2018) los 20 años de Una Semana En El Motor De Un Autobús, vas a acabar teniendo que ver entero el concierto de Haim (vaya problema) y perdiéndote a Tyler, The Creator (se subió a A$AP Rocky para hacer ‘Who That Boi’) porque el destino le enfrentaba con un Arca que subyugaba al escenario Pitchfork con una sesión que por su parte no estaba anunciada como tal. Luces y sombras, da lo mismo. Todo acaba en un bolazo. Todo acaba en The Blaze poniendo rumbo al amanecer con su propia aurora de pureza y humanismo electrónico. Todo acaba en una fiesta consciente y en una consciencia de fiesta. En la mejor fiesta del mundo, una que puede rodearse de marcas pero que sigue resistiéndose a perder esa esencia innovadora, transgresora, radical, aventurada.

La fiesta en la que Nick Cave y Björk demuestran que se puede encabezar festivales con propuestas esencialmente artísticas, la fiesta que celebra que The National pueden volver a hacerte llorar sin sorprender ni un ápice, la que arranca para todos con Belle & Sebastian reivindicando que vienen de un país chiquitito, “como este”, y la que acaba también para todos con Fermín Muguruza subido al escenario del patio del CCCB defendiendo la libertad de expresión en vasco y en catalán, pidiendo la liberación de los presos políticos, hablando de Valtonyc, de los jóvenes de Altsasu y de la independencia de Cataluña. La fiesta en la que todo Apolo se une para asistir a las confirmaciones de Kero Kero Bonito y Mavi Phoenix y en la que se puede ver a Spiritualized con coro y orquesta. A Jane Birkin homenajeando con una sinfónica el repertorio de Serge Gainsbourgh y a la hija que tuvieron juntos, Charlotte Gainsbourgh, dar uno de los mejores conciertos del festival. La fiesta que une sin tapujos generaciones enfrentadas entre el amor a mitos como Sparks, Peter Perrett, Cesare Basile o los mismísimos Bad Seeds con la nueva juventud contestataria y consciente, representada por C. Tangana, Yung Beef y Bad Gyal pero amplificada con la presencia de todo un circuito urbano que ha cobrado protagonismo evidente en un festival que tiene entre sus nuevas ambiciones la conquista del público joven.

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El rap ha tomado el lugar de la electrónica en gran parte de los escenarios del Fòrum, pero el Primavera Bits es ya un minifestival en sí mismo, con una programación espectacular y consolidada, así que nada ha relegado a nada. Todos tienen control de su propio Primavera Sound, una experiencia que en cierta manera es única y absolutamente personal. A su manera diferente todos los años dentro de que siempre está cortado por el mismo patrón. Sorprendente aun cuando ni puede ni pretende serlo. Y sin grandes aspavientos, al final, este Primavera Sound, incluso con el overbooking que provocó el concierto de los Arctic Monkeys el sábado (sold out total para esa jornada, que debió de andar por los 75.000 asistentes, una salvajada comparable recientemente solo a la de Radiohead en 2016), ha resultado un gran Primavera Sound. Maduro, serio; pero también fresco y despierto, vibrante. Casi como enfrentando una nueva juventud, preparándose para ampliar sus propios caminos. Hasta el infinito y más allá. Sus tres grandes máximas seguirán ahí, seguro, amparadas por el manto único de la mejor música del mundo (o casi): PARTY. RIGHT. PEOPLE. Personas con derechos celebrando la vida. ¿Qué más puede hacer falta?

Miércoles
El demonio y la jaula

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La amplitud de mercado del Primavera Sound se demuestra con la inclusión de Amaia, la ganadora de OT y fallida representante de España en Eurovisión, en el cartel, y su amplitud de miras puede estar representada muy bien en la rueda de prensa que reunía en la planta 14 del Hotel AC, justo enfrente del Fòrum y con vistas privilegiadas del recinto y de la ciudad, a los tres tenores del trap nacional, el granaíno Yung Beef, el madrileño C. Tangana y a catalana Bad Gyal. No voy a resumir lo que dijeron (que fue mucho, aparte de ciertos delirios) porque el Primavera ha colgado la conferencia en YouTube y preferimos recomendaros su visionado (más abajo), pero sí digo que era una estupenda forma de dar un paso adelante en el reconocimiento de una nueva actitud dentro del festival. No era por nada aquel encuentro, desde luego, y seguramente pretendía ofrecer esa sensación de relevo generacional. Casi como una rueda de presentación de los tres flamantes nuevos fichajes de un club que enfrenta su particular cambio de ciclo. La sangre fresca y joven que vendrá a revolucionar el juego del equipo.

Después del encuentro arrancaba oficialmente (al menos para nosotros, hay conciertos desde el lunes) el Primavera Sound 2018 con el clasicismo rockero-psicodélico de los barceloneses Holy Bouncer, pero solo pude llegar al final, en plena lluvia de camisetas y vinilos. Así que el arranque definitivo lo llevarían a cabo los angelinos Starcrawler mientras en el Auditori desgranaban su renovado folclore de texturas María Arnal y Marcel Bagés. Había ganas de reconfirmar a estos jovenzuelos descarados con manías de rock teatral, actitud punkarra y alma stoner después de que salieran por la puerta grande del Primavera Club, y por su forma de enfrentar el escenario que no quede, con su líder Arrow de Wilde pasando por una enferma mental de manicomio o un zombi desmejorado y con un estupendo guitarrista, pero los problemas de sonido, que no llegaron a arreglarse nunca, o impedían escuchar la voz o acolchaban demasiado guitarra y bajo, así que todavía tenemos que agarrarnos a temazos como ‘Let Her Be’, ‘Full Of Pride’ o ‘What I Want’ para creer en que lo de Starcrawler es mucho más serio de lo que parece.

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Javiera Mena, después, presentaba en el festival el disco con el que se estrena en El Segell del Primavera, Espejo, con un show correcto y divertido reforzado por banda completa y tres bailarinas que sin embargo puede resultar demasiado blanco, sin malicia, y que terina ofreciendo la única novedad noticiable de ‘Dentro De Ti’, buque insignia de esta nueva Javiera menos latina y más internacional.

Una buena forma de hacer tiempo hasta que Yung Beef estrenara de forma oficial el nuevo escenario, el Heineken Hidden Stage que se ha trasladado para su quinto aniversario al lugar al que se subieron el año pasado por sorpresa Arcade Fire para dar un concierto con la fábrica y la puesta de sol de fondo. Y es que las posibilidades de adquirir un ticket para el concierto de Spiritualized con coro y orquesta en el Auditori rozaban lo imposible, hasta el punto de que se revendían fuera a precios que podían rondar los 30€. Debió ser mágico, sin duda, pero también mágico fue el concierto de Yung Beef, subido encima de la jaula junto a su inseparable Hakim (con un gramo de coca, el emblema del trap según Yung Beef en la rueda de prensa), y lanzándose contra el público mientras soltaba sin mucho concierto los temazos de Adromicfms 4, ‘Daniela Bregoli’, ‘Rosas Azules’ o la climática ‘Me Perdí en Madrid’ entre ellos, y algún clásico como ‘Beef Boy’ o ‘Nike Tiburón’, de la época de Los Alemanes. “Acercaros aquí, ¿no veis que yo sufro por dentro, hermano?”, conjuraba, como un Nick Cave del trap que se alimenta del calor de su gente, de su energía. Si su actuación pudo ser una de las peor ejecutadas técnicamente del festival, también fue seguro una de las más espectaculares y carismáticas, una de esas que hay que vivir desde cerca y sin máculas de prejuicios. El primer aviso de lo que le esperaba en este Primavera Sound a nuestra escena urbana nacional: una suerte de escenificación de paso adelante en el movimiento, de consolidación. Bad Gyal, de hecho, y Kaydi Cain se subieron con Fernando a su jaula que es su reino de la oscuridad.

Un visiblemente emocionado Dan Boeckner guiaba (mano a mano con Spencer Krug) luego sobre el escenario Primavera with Apple Music al final de la tarde a su reunida banda Wolf Parade. “Un placer volver a tocar en el mejor festival del mundo”, decía. E igual que lo dio todo al frente de Operators en la pasada edición, en esta se dejó la piel sobre las tablas. Y aunque Wolf Parade venían con la vitola de un disco de reunión, Cry Cry Cry, la ocasión pareció desde el principio una celebración de los años grandes de la banda, los de Apologies To The Queen Mary, cuando ponían la nota discordante a la épica canadiense que encarnaban junto a Broken Social Scene. Sonaron ‘You Are A Runner and I Am My Father’s Son’, ‘This Heart On Fire’ y terminaron, cómo no, con ‘I Believe In Anything’. Pero no tocaron ‘Dinner Bells’ ni ninguna de esas canciones que les hacían diferentes, así que la energía se canalizó de forma algo monótona.

Pero más monótono aún fue el concierto de Belle & Sebastian, única y exclusivamente por la culpa de un setlist que no les hizo justicia ni de lejos. Quizá obsesionados con resultar entretenidos, bailables y algo funkies, en la línea de sus últimos trabajos, se lanzaron a temas más bailables de su discografía como ‘Suckie In The Graveyard’, ‘Legal Man’ o ‘If She Wants To Me’ pero sin demasiada fuerza. Y tampoco es que carezcan de ella: terminaron con ‘The Party Line’ y el Apple Music se cayó. Y son sin duda una banda espectacular, que se cambia las posiciones, que comparte responsabilidades y que maneja los arreglos a la perfección, con un Stuart Murdoch encantador con esa flema de cómico y sensible gentleman inglés y con el fiestón que acostumbran a montar subiendo al público a bailar al escenario en ‘The Boy With The Arab Strap’. Pero repito, fue el setlist lo que me dejó frío pese a incluir también temazos como ‘I’m A Cuckoo’, ‘Another Sunny Day’ o una de mis favoritas, ‘Lyke Dylan In The Movies’. Pero tampoco va a resultar ahora que ‘Perfect Couples’, ‘Little Lou, Ugly Jack, Prophet John’ o ‘Judy And The Dream Of Horses’ sean las mejores canciones de sus discos respectivos. Ellos, impecables; yo, frío.

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Terminada la jornada gratuita en el Fòrum, la tradicional larga noche de Apolo dejaba luces y sombras, aunque más de las primeras. Primero por la reforma de La [2] de Apolo, que uno que es de Madrid estrenaba en este Primavera: suena mejor, es muchísimo más grande y da para montar conciertazos con bastante público. Segundo por la clase de footwork onírico y envolvente, hipnótico con la que me sorprendió la rusa Kedr Livanskiy, coronada por una muy contundente ‘Ariadna’. Y tercero por la confirmación de una futura estrella, la austríaca Mavi Phoenix. La verás bajo el paraguas del pop pero la etiqueta se le queda pequeña, minúscula. En su discurso cabe el trap, el hip-hop, los beats urbanos, los sonidos tropicales, la vieja escuela. Presentó tema nuevo, de hecho, más enfocado al rap. Y hizo de Apolo su casa con un fiestón en el que no, no solo brilló ‘Aventura’, el tema que la ha lanzado a la fama con una campaña de Desigual. De hecho lo hicieron mucho más ‘Yellow’, ‘White Polo’ o ‘Janet Jackson’. Así que ya saben, abran paso.

La sombra la puso encontrar que el slot reservado a Mount Kimbie iba a resultar realmente un dj set no anunciado como tal. Los dos miembros del dúo británico dejaron de lado su show y su repertorio para turnarse a los platos, Kai Campos en una versión más house y Dom Maker más duro y más techno, pero no me quedé hasta el final algo decepcionado y prefiriendo cargar fuerzas para la primera jornada. El Primavera Sound no había hecho más que comenzar.

Jueves
El paraíso está enfrente del infierno

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Con un tiempo espectacular y un buen menú de día en el cuerpo, el plan perfecto para sumergirse definitivamente en el Primavera Sound pasaba por acercarse por el nuevo chiringuito Aperol, al pie de la playa del Besòs, a bailar y tomarse un Aperol Spritz al ritmo de una sesión playera y veraniega de Four Tet.

Ya entonado, crucé el puente sobre el puerto, recordé lo preciosamente peculiar que es el Fòrum, con sus recovecos, sus pistas de skate, sus colinas o su anfiteatro frente al mar, y fui a dejarme seducir por el oscuro y gravísimo engole natural de la neoyorquina de ascendencia camerunesa Vagabon en el Primavera with Apple Music. Uno de esos placeres tranquilísimos de una tarde que ya no iba a echar el freno.

Más bien iba a desbocarse, como después se desbocó Ezra Furman en el Ray-Ban firmando uno de los grandes conciertos del festival. Pura reinvindicación queer, el de Chicago lo dejó todo claro desde el arranque con ‘I Wanna Destroy Myself’, desgañitándose y convocando a una épica ruidista y explosiva, pero sobre todo anunciando la intención misma del concierto, destruir al propio Furman e iniciar la transición del personaje angelical que protagoniza su excepcional último álbum, Transangelic Exodus. Con los labios pintados de rojo carmesí y un exagerado collar de perlas y con ínfulas de señor del punk, lo repasó prácticamente al completo, entre pasajes más electrónicos como ‘Driving Down To L.A.’ y otros más orgánicos y flemáticos, con saxofón y cello eléctrico (‘Love You So Bad’), y pasando por una versión del ‘Hounds Of Love’ de Kate Bush (la queremos ya en el Primavera, por cierto), hasta llegar a la catarsis rock de ‘Suck The Blood From My Wound’, sin camiseta y con un enorme “QUEER POWER” pintado a garabatos en el pecho.

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Poco podían hacer Sparks, más tarde y de nuevo en el Primavera with Apple Music, contra la clase de desparpajo de los Visions de Furman, así que en la parte central de su concierto me acerqué al Seat, en los confines de Mordor, para escuchar un par de canciones de Warpaint, una de ellas la infalible ‘Love Is To Die’. Se han hecho quizá más amables y menos oscuras, pero siguen teniendo un magnetismo especial. Su pequeño paréntesis hizo más digerible la teatralidad de Sparks, una mezcla alternativa entre Queen y Supertramp que puede salir espectacular, como en ‘When Do I Get To Sing “My Way”’, o rozar el esperpento de ‘Suburban Homeboy’.

Las coincidencias del Primavera Sound son a veces traumáticas, aunque también encierran algo mágico. En ese bosquejo a veces inacabable que es el recinto, con sus 14 escenarios, emergen por todos los rincones excepcionales conciertos y aparecen, hasta en los tránsitos, perfectas oportunidades de seguir recolectando música. Es lo que hace que puedas disponer de unos minutos antes de que empiecen The War on Drugs para asistir al concierto de Kelela en el Ray-Ban e irte, tan solo diez minutos después, con la sensación de que los mismos artistas están al tanto de estas situaciones y que con ellas en mente configuran sus espectáculos. La de Washington soltó de primeras ‘LMK’ y ‘Frontline’, sus dos hits más recientes y, aunque nos dejó con ganas de más, también en parte nos dejó saciados. Y listos para enfrentar uno de los conciertos más esperados del Primavera Sound 2018, el de unos The War on Drugs que regresaban al festival tras romper definitivamente sus propios límites en 2014 y con un disco, A Deeper Understanding, que epiloga a la perfección aquel ascenso y que les ha aupado al escenario principal.

“Bienvenidos al mejor festival del mundo”, introdujo Granduciel mientras en el cielo se dibujaba la puesta de sol y en el aire las notas danzarinas que escupían con precisión todos los instrumentos de una banda que demostró en el Primavera ser quizá LA banda por excelencia. Un trabajo colaborativo y audaz que se expone impecable en todas las canciones, ya sea en la progresión celestial de una tempranera ‘Pain’ o en el colofón catártico y fugitivo de ‘Red Eyes’, que está representado en su minimalista escenografía, sobre una enorme alfombra que los sitúa a todos en el mismo espacio y recogidos, como en un abrazo de Bernini, por un arco de pequeñas pirámides de luz. Sus viajes por carretera guiaron el paso del día a la noche, y las estrellas despertaron embelesadas con la belleza de ‘An Ocean In Between The Waves’ o de una preciosa y aletargada ‘Eyes To The Wind’ con la que se despidieron en bajamar, con la tensión por los suelos y el corazón en una nube.

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En ese estado zen me cogió el concierto de Björk, uno de los que más curiosidad me despertaba. ¿Cómo iba a escenificar la islandesa la magnificencia del universo paralelo al que ha dado luz en Utopia? Y la respuesta es lo que esperas de una artista tan metódica, perfeccionista y meticulosa como Björk: justo como te imaginas. Con todo lujo de detalles, cubrió las tablas con estructuras terrestres en varios niveles, hizo crecer sobre ellas un bosque rotatorio y plantas cuyos pistilos eran flautistas y arpistas, todos enmascarados por Jesse Kanda, como la propia Björk, como insectos y míticos seres de un bosque milenario. Y al final lo que construía, aparte de un lugar donde poder levantar su tierra prometida, una en la que la naturaleza y la tecnología conviven en armonía para crear un mundo mejor, era una descomunal oda al coño, a la feminidad como principio y fin de todas las cosas. A la maternidad, al espíritu de la madre tierra, de Gaia, de Gea. En ese espacio, todo el repertorio de Björk acabó rendido a su gravedad.

Los pocos clásicos que tuvieron cabida estaban elegidos porque entroncaban temáticamente con alguna de las dendritas de la utopía: ‘Human Behaviour’ entraba por el lado del impacto humano sobre la naturaleza e ‘Isobel’ podía seguirla al formar parte con ella de una trilogía. Y ‘Wanderlust’ encajaba gracias a su espectacular videoclip, esa fábula mitológica de imaginería mongola en la que Björk se sacrifica con la ayuda de un dios del agua para derrotar a una especie de demonio y que se proyectó a toda pantalla (en pocos ratos proyectaron las pantallas a Björk y su espectáculo, que sí se estaba proyectando curiosamente en las pantallas del escenario principal, en ese momento vacío). Pero las tres se habían rescrito para la ocasión, abrigadas ahora solo por sutilísimos arreglos de flautas y minimalistas y arrítmicas programaciones electrónicas, con las texturas tratadas al milímetro y pudiéndose escuchar a la perfección, entre el silencio general que sembró la islandesa en la explanada, cada crepitar y cada insecto, cada shock, cada pulso de energía. Todo fue Utopia y sus canciones, un vergel extraño que hacía del concierto un todo complejo y que, pese a todo, tras ‘Arysen My Senses’, ‘The Gate’ y ‘Blissing Me’, no fue lo que necesitas o deseas exactamente para un festival, separándose del concepto de concierto y acercándose más al de ambiciosa performance colosal. A lo mejor esta utopía no necesitaba tanta recreación, así que decidí renunciar al final y ver la que estaba liando C. Tangana.

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Y olé por él. Poco más de quince minutos me bastaron para afirmar que dio uno de los conciertos más divertidos del festival, que tenía tumbado el Ray-Ban y al público rendido a sus pies mientras daba la chapa del ídolo y que después todo fue un no parar de hits que incluyeron ‘Inditex’; todos los ases de su excelente última mixtape, Avida Dollars; ‘Mala Mujer’ y una ‘Traicionero’ cuyas pegadizas líneas “mami, haz el trabajo en el poste bajo / yo la meto a lo Lebron (pa’bajo)” coreaban las primeras filas como si fuera un clásico. Que las motos de cross y las llamaradas de ‘Still Rapping’ y la tormenta de ‘Baile de la Lluvia’ llenaron el anfiteatro con el ruido del que se sabe estrella, lo es y demuestra. Que un hombre y una mujer le flanqueaban a las barras de pole dance como en su concierto en Madrid, que resumió según me contaron antes de que yo llegara la muerte del ídolo y que unas mujeres encapuchadas salieron al escenario con el pecho al descubierto y escrito en el vientre “muerte al patriarcado”. Que el C. Tangana de ‘Llorando en la Limo’ lo ha conseguido por fin, tenernos a todos bailando a su ritmo, y al de Fabianni y Alizzz, que como siempre le respaldan con seguridad a los platos. Un par de ingleses bailaban a mi lado flipando en colores con el espectáculo. Supongo que fueron el ejemplo palpable de los muchos ajenos que aquella noche de luna llena dejaron que el flow de Tangana lloviera sobre sus orejas.

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Transición al modo nocturno completada, el siguiente paso lo daba en pos de Fever Ray, que llevó su histérico show al Primavera with Apple Music a medianoche y mientras Nick Cave exorcizaba al público del escenario Mango con un idílico repaso a su carrera. La mitad de The Knife se acompañó de su equipo de superheroínas cibernéticas e hiperbólicas para dar un show reivindicativo y feminista que reclamaba la creación de iconos puramente femeninos pero alejados de la feminidad y construidos con una deformación esperpéntica de los tópicos de superioridad masculina, alentado por la delirante electrónica sintética que ha marcado su regreso ocho años después del primer disco de este proyecto descomunal. La única pega, si es pega realmente, es que precisamente los temas de ese debut se desdibujaron para adaptarse a la vertiente más bailable de Plunge, con una ‘When I Grow Up’ que tenía ahora mucho más que ver con la fiesta paranoide de ‘Wanna Sip’ o con la versión psicopatizada de ‘Triangle Walks’. El conjuro de misterio que podían invocar aquellas canciones más oscuras, tribales y cavernosas, sin embargo, no se perdía en la plasticidad del pop que al final enmarcaba más el concierto, sino que llegaba de lugares dispares, desde las densidades suplicantes de ‘Mustn’t Hurry’, heredada del ‘Agent Orange’ de Depeche Mode, o desde el respeto al lamento difónico de ‘If I Had A Heart’.

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Una manera ideal de inducirse los lodazales diabólicos en los que navegaba Nick Cave. “I’m transforming, I’m vibrating… Look at me now!”, gritaba el espectro de punta en blanco y etiqueta negra mientras llegaba a la explanada del Fòrum, hipnotizada por la prestidigitación del australiano y sus insidiosas semillas y el balanceo de la épica narrativa de ‘Jubile Street’. Hizo después un viejo clásico de su faceta más rockera, ‘Deanna’, y es que la noche fue más bien para clásicos que impulsaran una comunión propia de un festival como el Primavera Sound que para la ominosa gravedad de Skeleton Tree, que se limitó a abrir la velada mediante ‘Jesus Alone’. Con ‘Stagger Lee’ abandonó definitivamente el escenario y se cirnió sobre el público, sus víctimas, a través de unas plataformas que le sumergían entre la multitud, mientras invitaba a hasta a unas 40-50 personas a subirse a la escena. Nick Cave se alimenta de la energía de los asistentes, bebe su sangre nota a nota y pretende conectar con ellos y trascender hasta lo puramente espiritual. No se asiste a un concierto de Cave, se comulga, se vive. Se muere, mejor. Un concierto de Cave se muere. Otra generación que ha visto al señor de la noche extender su maldición por la explanada principal del festival de Barcelona, varias que lo han revivido con nitidez mejorada. Porque Cave, según se acerca al reino al que pertenece, crece y crece. Mejora. Terminó con ‘Push The Sky Away’, mandando callar a la gente, a su propia banda, obligando a unos a gritar y a los otros a rugir las letanías de la noche, condenando, suplicando, inspirando. Dirigiéndose directamente al corazón de algunos de los afortunados a los que había conducido al escenario, incluido Alfred, el de OT, que no quiso dejar pasar la oportunidad de ver de cerca a uno de sus reconocidos artistas favoritos aprovechando el paso de Amaia por el Primavera Sound. Anudando gargantas, adueñándose de la noche.

Vince Staples, después, tumbaba con su hip hop techno el escenario Ray-Ban a base de su sola presencia, una sombra imponente sobre una deslumbrante estructura de pantallas de televisión distorsionadas. Algún parón del sonido en ‘Ascension’, el tema que firmó para el último disco de Gorillaz, no pudo parar un torbellino sin igual que resultó imparable en ‘Party People’ o en ‘Norf Norf’ y que se despidió con ‘Yeah Right’, dejando a su paso solo caos y destrucción.

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Un caos que se encargó de ordenar, calmar y sanar el arquitecto del sonido que es Nils Frahm. Siéntate, relájate. Y nota las vibraciones. Cómo Frahm se encarama él solo ante el peligro y a sus dos estaciones de teclados para sumergir al público, exctático, en un trance de organicismo electrónico. Cómo eleva los sentidos entretejiendo sintetizadores, suspiros y brumas electrónicas, órganos y caricias pulsadas. Cómo los sustenta con loops apenas perceptibles que encuentran coherencia en un estado interdimensional. Y cómo los abandona a su suerte suspendidos en el aire, en la nada o en la mismísima infinidad del cosmos, tiritando junto a una melodía de piano de cola que pende solo del fino hilo del universo replegado. La luna llena atendió solemne a su concierto y terminó acongojada, emocionada, herida. Dándonos cobijo en un mundo que, en ese momento, parecía demasiado grande. Yo solo quería quedarme a vivir en la telaraña de Nils Frahm.

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Pero ahí estaba Four Tet, que respetó el sepulcral ritual electrónico de Frahm con una contundentísima sesión de baile que se oponía radicalmente a la que había abierto para nosotros la jornada en el chiringuito y a la propia oniria del alemán pero que renunciaba a las luces y a cualquier elemento visual para ofrecer pureza dance desnuda.

Sumeergidos en la dinámica de baile, cruzamos el puente para rematar con Carpenter Brut y su retrowave brutalista, muy cercano en este caso al heavy de los 80, al primer Bon Jovi o a los Judas Priest de Turbo Lover. Sonaron ‘Roller Mobster’, ‘Turbo Killer’ o ‘Le Perv’ entre otros trallazos, una versión con sobredosis de Red-Bull del ‘Maniac’ de Flashdance y no faltaron los momentos karaoke (‘Beware The Beast’), pero lo que más claro quedó de todo es que los de Frank Hueso tienen enjundia y show de sobra, con esos divertidísimos y loquísimos visuales sacados del terror de los 80, la serie B, el gore o la velocidad, para llevarse por delante un escenario mucho más grande y no tan pensado para la electrónica como el Bacardí Live.

La guinda la puso, hasta que salió el sol, el technazo depurado de DJ Koze.

Viernes
Melodía para ordenar el caos

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El viernes empezó con la reivindicación personal de Waxahatchee en forma de rock con la vista y la actitud puesta en los 90, convertida en símbolo de una reivindicación general del poder de las mujeres. El puño feminista de Katie Crutchfield, acompañada de su banda de rockeras, retumbó en el Apple Music para abrir una jornada que luego iba a repartir entre el arranque de Cesare Basile, minoritario mito italiano apegado a un rock anarquista que recoge influencias sonoras de la diáspora centroeuropea del pueblo gitano, y el clímax de Oumou Sangaré, la ya habitual fiesta multicultural de la tarde del Ray-Ban que esta vez se llenó de funky y de soul, de una celebrada y festiva espiritualidad convocada por la que es una de las cabezas principales del wassoulou, un género original de Mali que centra su temática en la exploración de los misterios de la vida y lo femenino y en la exposición de la devaluación de las mujeres en la sociedad africana y que dejó ver una pléyade de instrumentos originarios de la región como el característico bolon batu conviviendo con una banda de funk modernizada.

Asumido que era difícil acceder en ese momento (cierto que era el que se encontraba más liberado en cuanto a coincidencias) a The Warehouse para satisfacer la curiosidad por el Liminal Soundbath en el que Jónsi de Sigur Rós recreaba junto a su pareja, Alex Somers, y Paul Corley la playlist infinita que han desarrollado como último proyecto, bajé al Pitchfork para comulgar con el críptico y algo litúrgico postpunk humeante de John Maus, que ofreció lo que podrías esperar de una versión más arty, grimosa y contenida de Future Islands, o de lo que haría su vocalista si tuviera algo que ver con Ariel Pink.

Llegaba el momento de entrar en materia, y no me queda más que rendirme ante un Father John Misty al que de nuevo pocas pegas se le pueden poner, habiendo además recatado sus excesos escénicos y adoptado una pose más serena que le hizo sentar cátedra del rock contemporáneo desde el escenario Seat la tarde del viernes. El mismo día que presentaba mundialmente su nuevo disco, God’s Favorite Costumer, y que estrenaba en directo su apertura, ‘Hangout At The Gallows’, con un anuncio retro de televisión proyectado tras él y su banda. Portentosa para esta ocasión, por cierto, un breve pero intenso repaso en equilibrio de grandes temas de su ya abundante discografía, con vientos en directo y una pequeña sección de cuerdas que hacían levitar cada melodiosa entonación de uno de los cantantes mejor dotados de la actualidad y cada ruidosa y enérgica progresión conducida al estallido. Una maravilla.

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Como la que le siguió, pese a que ya no parezca quedar lugar para la sorpresa en un concierto de The National. Los de Ohio estuvieron soberbios, sólidos como los que más, impecables como ninguno pese a que no era la mejor «noche» de Matt Berninger, que salió especialmente borracho y no dio la nota como acostumbra, más lánguido y desafinado de lo que es deliciosamente normal en él. Emocionantes aún frente a vientos y mareas, arrancaron con ‘Nobody Else Will Be There’ y a partir de ahí trufaron el repertorio con las mejores canciones de Sleep Well Beast, ‘The System Only Dreams In Total Darkness’, ‘Guilty Party’ o ‘Day I Die’, con verborrea del carismático Berninger (estrenaba un traje comprado en el duty-free al que no le encontraba los bolsillos) y con clásicos infalibles como ‘Graceless’, la filosófica ‘Don’t Swallow The Cup’, ‘Fake Empire’, con unos vientos maravillosos que adornaron a la perfección todo el show pero que aquí, como siempre, tocaron fibras invisibles, el trayazo que siempre es ‘Mr. November’ y ‘Terrible Love’, esta vez sin baños de masas ni golpes con el micrófono, sin Mr. Hyde. Solo el doctor Jekill disfrazado de crooner decadente, de escritor borracho y dos pares de hermanos que respaldan su intimidad con una vibrante épica multicolor. Se despidieron con la inédita ‘Rylan’ y con la caricia de ‘About Today’, que dedicaron al recientemente fallecido Scott Hutchinson de Frightened Rabbit.

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La caída de Migos (que habían perdido según la organización el vuelo a Barcelona cuando presumen de avión privado y al día siguiente andaban por París…), después, dejaba, aparte de un evidente picorcito, la sanadora oportunidad de asistir el parto de Jorja Smith. Bendita voz y bendita estrella, con sobriedad y con una planta de estrella del r&b de finales de los 90 ya consolidada, dio una lección vocal meciéndose suavemente con sus mejores canciones y una versión del ‘Lost’ de Frank Ocean. Nos hizo emocionarnos con la preciosa ‘Let Me Down’, soñar con la nueva ‘Don’t Watch Me Cry’, flotar con ‘Blue Lights’. Y prendarnos de su voz, de su presencia en el escenario, de su simplísima autenticidad. Dejemos de hablar de Amy Winehouse, de Alicia Keys, de Adele… Jorja Smith tiene nombre propio y brillará antes de que te des cuenta.

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Tras la peregrinación que pareció el ir al concierto de Jorja, en el Bacardí Live y al otro lado de ese puentecito al que le falta poco para ser icónico, el regreso al Fòrum iba a golpear con la fuerza de la realidad a través de la implacable máquina del tiempo de Charlotte Gainsbourgh. Su gélido magnetismo me atrajo sin querer, las estructuras geométricas de neón ultrazul que enmarcaban cada escena del concierto, cada contoneo de cada músico, cada desliz de la malévola y decadentista elegancia de la ínclita hija de uno de los bon vivants más míticos de la historia, Serge Gainsbourgh. Su alma punk, su presencia inclemente y poderosa. Mi boca abierta, y aún no me había dado apenas cuenta de que estaba rendido al que sigo dudando si fue el mejor concierto del festival. La melancolía se adueñó del Primavera with Apple Music con los recuerdos fantasmagóricos de la muerte de su hermana, y desfilaron lamentos reflexivos como ‘Rest’, pero todos ellos danzan como en un conjuro de synth para un exorcismo electrónico. Un clásico como ‘The Songs That We Sing’ se transforma en un pasaje de trémulo electro industrial, ‘Les Cocodriles’ se engorila oscura y progresiva hasta el estallido de ‘Deadly Valentine’. Y la emoción se pone a flor de piel cuando Charlotte dedica a su hermana la canción que lleva su nombre, ‘Kate’, al piano y rasgando el terciopelo de su garganta, que suspira en francés con la agonía de una vida demasiado larga a las espaldas, pero aún más cuando los sintetizadores le ayudan a entrar en trance con una descarga iracunda de ruido infernal que ella recibe al piano con resiliencia. Los mellotrones invaden ‘Charlotte Forever’ y todo el muro de sonido y de recuerdos se levanta como un telón sobre el escenario para ceder como una avalancha a la reprimida furia disco de ‘Les Oxalis’.

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Pasé un rato por The Internet en el escenario Pitchfork, con un profundo, noctámbulo y mercúrico r&b, y pensando en Tyler, The Creator, me fui a la explanada principal a disfrutar del final del concierto de Haim. Pero resulta que me topé con el final del de Los Planetas en el escenario Seat, cerrando con ‘De Viaje’ y por todo lo alto y por casi sorpresa la celebración de los XX años de Una Semana En El Motor De Un Autobús que al final sí trajeron al Primavera, así que Haim todavía tenían que tocar. Y ya que estaba allí me quedé a verlas volver a arrasar con lo que pillan por delante. Pocas sorpresas (si acaso que tocaron ‘Nothing’s Wrong’, la única que me faltaba por ver en directo de su repertorio) en este concierto que se limitó a repetir sus clichés y sus temazos: ‘Falling’, ‘Forever’, ‘Don’t Save Me’, ‘Want You Back’ o ‘Right Now’, con la que se despiden después de la timbalada. Diez en actitud, tampoco vamos a negarlo: era muy difícil estar por encima del bolazo sorpresa que dieron en el Ray-Ban el año pasado.

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Ya no había tiempo de ver a Tyler, The Creator, uno de los grandes reclamos del cartel, así que la caída de Migos se había llevado por delante, al menos para mí, el grueso del cartel de rap de este Primavera Sound. Arca tiraba demasiado, esperando en el escenario Pitchfork, así que hacia allí me encaminé, no sin antes echar un ojo a la que estaban armando Idles en el escenario Adidas. De lejos parecía que estaban cavando un túnel en las profundidades del puerto. De cerca notabas directamente la paliza, y el pogo que se formó en ‘Mother’ nos pilló confesados hasta a los que pretendíamos parecer ajenos. Un bulldozer.

Eso, un bulldozer, pero directo a la cabeza, es lo que vino a inocularnos el chileno Alejandro Ghersi en la madrugada del viernes. Fue sencillamente espectacular, y eso que no pude ocultar mi decepción cuando asumía que en realidad la actuación iba a consistir en un dj set y cuando el propio Arca reconocía algo contrariado que “se suponía que esto iba a ser un concierto”. No sé qué fallo de organización pudo haber, pero es que además en ningún lugar se anunció el slot como dj set y en el perfil de Arca que daba el Primavera se vendía la puesta en escena de su espeluznante y bizarro disco homónimo. Lo que hizo Arca para compensarnos fue deconstruir la electrónica, mezclar sus propios mórbidos ritmos con una rupturista amalgama de estilos, desde el emo hasta el rock alternativo y pasando por el flamenco, la cumbia, la rumba, el pop, la salsa. Mientras daba su espectáculo, animaba incansablemente al público y agarraba el micrófono para escupir a berridos de locura los vocales por su cuenta. Acompañado por los visuales de Jesse Kanda, hechos entre otras cosas con una microcámara en directo (¿para qué iba a estar Kanda si la idea era hacer un dj set?), quiso freírnos el cerebro y lo consiguió. Pero para bien.

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Solo quedaba bailar hasta el cierre, hasta la salida del sol y hasta la siempre traumática vuelta a casa. Primero en una versión más amable, con los divertidísimos Confidence Man, que se confirmaron como la salvación del electroclash y unos dignos sucesores de las míticas jaranas saltimbanquis y desenfadas de !!! (cómo sonó en directo ‘Don’t You Know I’m In A Band’, recordándome también a LCD Soundsystem con ese “the drinks are always flowing and I’m smiling ‘cause the drugs are free”). Y después con la dureza y seriedad techno de The Black Madonna, que espantó a las estrellas y arrastró el cielo nocturno hasta lo más cerca posible de nuestras cabezas, cerrando el escenario Ray-Ban y convirtiéndolo en un macroclub de Berlín (o de Chicago, pero esos aún no los conozco). Primero technazo, duro, seco y contundente, y luego tech-house que empezó a dibujar la esperanza disco que tan bien define a la que es una de las mejores discjockeys del circuito purista de la actualidad y que acompaña perfecta al amanecer. Otro día más en Primavera Sound, otra fiesta interminable que termina. A estas alturas te planteas hasta si lo agradeces, aunque pronto se te pasa. Mañana más, y qué bien sienta eso.

Sábado
Una cápsula perdida en el espacio

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Si las dos jornadas anteriores de este Primavera Sound terminaban en general consagrando a longevos mitos indiscutibles y a artistas experimentados y en plenitud de nuestra generación, la del sábado daba mayor sensación de rejuvenecimiento con propuestas que ligaban más caminos destinados a un público de menos de treinta años. Y la jugada no solo tenía sentido: salió redonda viendo el amenazante sold out con que se presentaba la jornada y asistiendo luego al Fòrum mismo en lo que terminaban los Arctic Monkeys y empezaba Jon Hopkins al otro lado del puerto. Debía de haber tanta gente o más que cuando Radiohead desbordaron el recinto en 2016, y por primera vez se notó algo de agobio (real) en un Primavera. De hecho no llegamos a acceder al concierto de Jon Hopkins, ya que se había montado una cola impresionante para controlar el aforo del paso del puente hacia el Primavera Bits. Pero vamos a empezar por el principio.

Por Montero, que abrió para mí el desenlace del festival. Desde el Apple Music, iluminó la tarde con su psicodelia multicolor y con su vibrante y acalorada visión del pop clásico, un viaje que despega con ‘Montero Airlines’ y que llega al hippismo coral y ascendente de ‘Vibrations’, uno de los estribillos que más resonaron durante esta edición. Normal que abriera la pasada gira otoñal europea de Mac Demarco. Le referencia de una forma personalísima, con bisoñez, cierta ternura incluso, y lejos de cualquier maldad, tomando además riesgos como ‘Quantify’, montada en los caballos trotones del post punk.

Después se subían al Heineken Hidden Stage las insultantemente jóvenes Let’s Eat Grandma, que no quisieron faltar a su costumbre de romper los tiempos confirmándose en el festival de Barcelona como una de las promesas más sólidas de este 2018 tras sorprender en su primer paso en la edición de 2015, en la Sala Apolo presentando su debut. Dejaron para la segunda mitad, por suerte para mí, la parte de espectáculo correspondiente I, Gemini, con los juegos de palmas y el numerito de arrastrarse por el suelo, y reservaron en general su concierto para desenvolver algunos temas de su inminente sofomoro y varias de las habilidades que han adquirido para dar consistencia a su directo. El saxo de Jenny Hollingworth, que eleva a alturas interestelares ‘Falling Into Me’; la flauta de Rosa Walton en ‘I Will Be Waiting’… la explosión de synth pop que han alcanzado con ‘It’s Not Just Me’.

Decía que por suerte porque pude asistir a la presentación de estos nuevos temas y abandonar hacia la mitad para catar el sonido de Car Seat Headrest, que atacaban la apertura del escenario principal. Los salvadores del indie rock, o la piedra que ha de seguir a los Strokes en esa línea espaciotemporal, dieron la talla y demostraron que se merecen pasar por aquí en un contexto más de cara a cara, sin los estreses festivaleros que me hicieron retirarme a la primera de cambio para disfrutar del concierto de Rex Orange County en el escenario Pitchfork.

El joven británico, otra de las promesas confirmadas en este Primavera, empezó fuerte, dando rienda suelta a la faceta más rockera de Appricot Princess con el trayazo ‘Television / So Far’, y a partir de ahí fue embriagándonos con su voz sedosa, como nasal, tierna pero madura. Endulzándonos la tarde con ‘Sunflower’ o con ‘Happiness’, a la guitarra o al piano y siempre bien respaldado por un bajo y una batería bastante resultones, propiciando el karaoke colectivo de ‘Loving Is Easy’, sin duda una de las mejores canciones del año. Solo se pasó de azucarado cuando sacó a su novia a cantar ‘Sycamore Girl’, pero tampoco vamos a culparle de estar enamorado y de querer contagiárnoslo a los demás.

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En este sendero de guitarras planteado por el Primavera para calentar la venida de los que se suponen (mal supuesto) los últimos reyes de estas, la siguiente parada quedaba cerca, en el contiguo Adidas Originals con los australianos Rolling Blackouts Coastal Fever. Una verdadera fiebre de mástiles, con tres guitarras hiperactivas cruzando brillantísimas melodías al abrigo de una reverb soleada y soñadora sobre motórikos ritmos marciales y bajos contundentes y espídicos. El trayecto hasta ‘French Press’, otro de los demostrados temazos de 2018, con ‘Fountain Of The Good Fortune’, ‘Mainland’ o ‘Wide Eyes’, no pudo ser más representativo de que la salvación de las guitarras, de estar en algún lado, está en Australia. Y de que estos chicos son uno de los responsables más frescos.

Después, tras asomarme un poco al sonidazo que empezaba a desplegar en el Ray-Ban Tom Misch, me preparé para la larga estancia de Mordor que me esperaba a partir de entonces y enfrenté el esperado concierto de una Lykke Li que se prodiga más bien poco (o nada) por estos lares. Y me terminó resultando ciertamente decepcionante. Aunque tampoco sepa muy bien por qué… el ritmo bajo, quizá, o la aparente desconexión entre los beats más urbanos, secantes y afilados del reciente So Sad, So Sexy cuya presentación servía de marco al concierto y los profundamente oscuros de I Never Learn, el otro disco que ha marcado la carrera de la cantante sueca, una suerte de diva alternativa que sabe reinventarse y mantenerse siempre en las fronteras del pop comercial, y que dio enjundia al concierto que no, obviamente no solo es ‘I Follow Rivers’, que de tan trillada perdió impacto y sorpresa pese a ser la primera vez que yo, por ejemplo, la escuchaba en directo. No faltaron ‘I Never Learn’, la enorme ‘No Rest For The Wicked’ o la que mejor sonó de todas, ‘Gunshot’, y tampoco los singles de rigor de su nuevo trabajo. Pero los que más interiorizados tenemos, ‘Hard Rain’ y ‘Deep End’, sonaron demasiado pronto, los pregrabados de Aminé en ‘Two Nights’ podían haberse evitado y aunque la titular ‘So Sad, So Sexy’ hizo lo que pudo por remontar el vuelo, algo dejaba a regusto a marca blanca. A impecable pero frío, y con un volumen bastante moderadito además.

Menos mal que otra de las reinas del pop iba, después y en el escenario de enfrente, a reclamar su particular trono con una actuación arrolladora que solo se permitió bajar el ritmo para emocionarnos con la desnudez de ‘Liability’. Lorde se mostraba íntima con el público sentada entonces al borde del escenario, pero era solo un delicioso paréntesis en una fiesta organizada por una de las mejores anfitrionas del panorama actual. “Durante la próxima hora esta es mi casa y en mi casa es obligatorio bailar”, avisó después de empezar por todo lo alto sobre el ‘Running Up That Hill’ de Kate Bush (la queremos ya en el Primavera… lo dije antes, ¿verdad?) y con su ampulosa ‘Sober’. Y la neozelandesa no dio tregua. ‘Hard Feelings’, ‘Homemade Dynamite’, ‘Magnets’ (el tema que hizo con Disclosure), ‘Tennis Court’ se sucedían con agilidad mientras un grupo de bailarines dibujaba dramáticas coreografías y los visuales se concentraban en insistir en los distintos colores, pocos pero intensísimos, que dibujan el melodrama. ‘Sober II’ pone la necesaria nota discordante, las copas estalladas en el suelo; ‘Supercut’ lanza por los aires las ganas de bailar. ‘Royals’ invita al karaoke y ‘Perfect Pleces’ al abrazo comunional, y despierta la conciencia de estar asistiendo a una celebración de nuestra propia edad, de nuestra propia de generación. Parece mentira, pero por encima de todo Lorde es relevante, es ejemplo y es modelo. Y es arrebatadoramente inspiradora. Se funde con su público, que no son más que los suyos (“si algún día queréis salir de fiesta y no tenéis con quién hacerlo, llamadme”) en ‘Team’, y los lleva a la catarsis de ‘Green Light’, que recuerdo como un salto continuo e inacabable bajo una lluvia de confeti. Simple pero efectivo. Y por encima de todo, real.

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Como real era el overbooking que se intuía a la espera de que salieran, por fin en un Primavera Sound en la que era su primera actuación en el festival, los esperadísimos Arctic Monkeys. Con flamante nuevo disco, además, que siempre motiva un poco aunque el esfuerzo no sea exactamente lo que uno espera de una banda de semejante magnitud. Pantallas en blanco y negro, pintas súper retro (entre narco de Miami años setenta, escritor millonario beodo y torturado y espía de vacaciones) y tonalidades siempre apagadas y en gama de marrones y cremas, la intención parecía clara desde el principio, más cuando sonaron las alarmas de submarino en alerta nuclear que avisan de que empiezan con ‘Four Stars Out Of Five’, gloriosa en directo. “Esto puede ir bien”, me digo. “A ver si al menos la escenificación del concepto le da a Turner la razón, a ver si al estar a las puertas del Tranquility Base Hotel & Casino me rindo a los encantos que algunos dicen que tiene”. Y no me dan tiempo para pensar porque me disparan en la cara, a bocajarro, la bala de ‘Brianstorm’, y a esas horas es imposible no rendirse a la nostalgia y al engorilamiento y acabar cantando por lo-lo-loes y dando botes espalda contra espalda. Más leña al fuego, los monos árticos siguen soltando su hit de cabecera, ‘I Bet You Look Good On The DanceFloor’ y, antes de que acabe, me empiezo a temer lo peor. Una descarga de estas dimensiones nada más empezar solo podía significar una cosa: que Alex quedaba liberado para manejar a su antojo, y a su nuevo ritmo, los hilos invisibles del concierto. Y así fue en la hora sucesiva, una cápsula espaciotemporal enlatada en las paranoias autocomplacientes de Turner, sin presurizar y ajena a la fuerza de la gravedad. Parece mentira que haya hasta nueve músicos sobre el escenario para hacer las mismas canciones que antes hacían con solo cuatro o cinco, bajadas de ritmo además, adormiladas por la tensión general de su última referencia y bien ocultas por los hits de AM, de los que siguen tirando sin discusión. Su pulsos nocturnos, suavizados y adaptados a su nuevo ambiente lounge, son los que marcan el desarrollo del concierto, mediante ‘Arabella’, ‘Why’d You Only Call Me When You’re High’ o ‘One For The Road’, que hacen digeribles los tragos eternos que parecen las canciones de Tranquility Base Hotel & Casino. Pocas, en cualquier caso, y es que no parecen estar muy orgullosos de ellas. Si acaso ‘She Looks Like Fun’ fue entretenida, pero lo de ‘One Point Perspective’ llegó a lo infumable, como lo de ‘Batphone’, y Alex decidió cargarse con efectismos vocales y sin esos falsetes tan característicos la que es su mejor canción, la homónima ‘Tranquility Base Hotel & Casino’. Entre todo ello dejaron pequeñas muestras del sonido anterior, y en general escogidas por su vertiente baladística para darle a todo el repertorio cohesión en su letargo. ‘Do Me A Favour’, ‘Don’t Sit Down Cause I’ve Move Your Chair’, ‘Cornestone’… pero no es cuestión de canciones, que tienen para parar un tren, más cuando han recuperado para esta gira algunas joyas sibaritas y poco habituales en sus directos (‘Knee Socks’, ‘505’ o ‘Pretty Visitors’), precisamente por su efectismo como medios tiempos (en el caso de las primeras) o por su oscuro croonerismo, sino de actitud. Casi me pareció experimentar un deja-vú con el concierto de The Strokes en el mismo escenario en 2015. Entonces tampoco fueron las canciones, en ambos casos himnos para una generación a la que además pertenezco. Es más una cuestión de pretensión, de vender lo que no eres, una idea tan solo sostenida por el poder de los recuerdos, por la asociación emocional. Es más salir con retraso y pirarte del escenario quince minutos antes de lo previsto, como hicieron los Strokes, sin tenerlos tan bien puestos como para reconocer que no te dan las ganas para tocar una hora y media. Es más ir tan al ralentí que para cuando tienes que enfrentar ‘Crying Lightning’ te han fallado las fuerzas, que tiemblas cuando ‘Do I Wanna Know’ te pasa por delante, que ni con ‘A View From The Afternoon’ consiguen reimprimirle la garra. Que cuando lo hacen, en ‘R U Mine?’, ya les pilla atropellados y es demasiado tarde. Que no es esta la edad de los que venden reinvenciones, sino de los que las sufren, las experimentan, la afrontan, las superan. La modestia, ahora, les hubiera sentado mejor. Renunciar a los baños de masas y presentar este material sin la vitola de los monos, como una versión lenta del repertorio como compositor de Alex Turner, pensada para su lucimiento y para un disfrute mucho más íntimo. La ambición les ha podido, y hay pocas cosas que decepcionen más que ver a una gran banda fingir una reinvención como una enorme pantomima de sí misma para alejarse del marrón de tener que reinventarse de verdad.

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Imposible acceder a Jon Hopkins, el plan pasaba entonces por A$AP Rocky, omnipresente todo el fin de semana (apareció con Tyler y, más tarde, con Skepta, que llegó a la noche del sábado para compensar la pérdida de Migos en el que era su segundo año consecutivo en el festival) pero por fin preparado para presentar en condiciones su recientemente estrenado Testing. Sirvió para abrir el concierto y poco más, mediante el salvajismo apocalíptico de ‘Distorted Records’ y el cutre sample del ‘Porcelain’ de Moby que sirve de base para ‘A$AP Forever’. Para calentar las calderas que había preparado el ex A$AP Mob (sonaron varias del ya mítico colectivo de Harlem, como ‘Telephone Calls’), que no tardarían en empezar a escupir fuego y humo para ponerle el efectismo que les falta a los temas del rapero en directo. Con una enorme cabeza de crash test dummy como peculiar atrezzo y enfundado en un mono que parecía hecho a prueba de llamas, la idea parecía clara. Prenderle fuego a la noche de clausura del Primavera Sound, no sin antes pararse a recomendar fumar algo de hierba escuchando ‘Kids Turned Out Fine’ o ‘Praise The Lord’ y volver a hacer sonar en aquel extremo de la explanada del Primavera la icónica ‘Fucking Problems’, que ya sonó por primera vez en el concierto de Kendrick Lamar en 2014 en la que fue su primera y de momento única visita al festival. Si lo consiguió deberíamos preguntárselo a los de las primeras filas, pero ya os digo que empezaron a hacer crowdsurfing a lo loco mientras Flacko soltaba los drops electrohistéricos de ‘Wild For The Night’ y que entre el confeti, el fuego, los cañones de humo, las explosiones, las llamaradas y los fuegos artificiales el escenario parecía poco menos que el objetivo de un bombardeo.

Al otro lado del muro, la forma de encarar la noche tenía otras coordenadas. Las de Beach House, portadores de un conjuro de esos de fórmula única y personalísima. Victoria Legrand y Alex Scally (y James Barone, que les acompaña a la batería en directo y que les ha dado una nueva dimensión de intensidad en la concepción de su impresionante séptimo disco) son más un género en sí mismos y lo demostraron desgranando poco a poco su hechizo, bajo una luna que siempre les fue esquiva y creciendo según su propio sonido se hacía más grande. A ‘Space Song’ le faltó fuerza, quizá porque el sonido todavía no se había desenmarañado y Beach House necesitan expandirse como el vapor, como la bruma. A partir de ‘Lemon Glow’ el ritmo se encolerizó, dibujando con contundencia una progresión ascendente que renunció a clásicos (salvo omnipresentes como ‘Master Of None’) y bramó, entre caricias etéreas y estallidos imposibles, con una oscuridad estática pero a la vez vibrante, con los temas de su segunda etapa, la que empezaron con Bloom y han coronado magistralmente con 7. Un disco que quizá les ha elevado a ellos mismos a un nuevo nivel, a una dimensión desconocida de un universo que ya parecían tener explorado en su totalidad, a esa en la que se dibujan en el cielo los fuegos artificiales invisibles con los que cierra ‘Dive’.

cronica primavera sound 2018

Ojiplático, con las pupilas deslumbradas por la hipnosis de Beach House, caminé a comulgar en la última misa del Primavera Sound. Quedaban cartuchos de fiesta en Lindstrom después, y la catarsis pop que siempre es la tradicional sesión epilogal de DJ Coco, que te pilla recibiendo con una sonrisa de oreja a oreja y reventado el amanecer, pero el cierre, cierre, el de verdad, lo suele poner siempre el último concierto del Ray-Ban. Al que iba yo de peregrino, en la nube de Beach House. En el que me encontré con el chorro de luz que necesitaban mis ojos para acabar infestados, inundados del resplandor de The Blaze. El dúo francés se las sabe todas, las de Orbital, las de Daft Punk, las de Justice. Las del anonimato, las del enfrentamiento entre lo humano y lo tecnológico, las de las naves espaciales, las de las venidas proféticas y la simetría del espectáculo. Pero hay en ellos una esencia que les da valor propio y los sitúa casi a la altura, al mismo nivel de impacto, al menos, encontrando una especie de humanismo electrónico, una escenificación de los valores tradicionales y absolutamente radicales de la humanidad misma, en contacto primigenio y primitivo con la naturaleza. Poniendo en alza la pureza del hombre, más allá de razas, prejuicios, preceptos, géneros, orientaciones de cualquier tipo. Para todos brilla el mismo sol, a todos nos llueve igual, todos vemos el mismo amanecer. El de The Blaze, uno representado por un enorme y fulgente foco a ras de suelo que deslumbraba todo a su paso y dejaba ver solo la silueta en sombra de los dos primos, Guillaume y Jonathan, enfrentados en el centro del escenario a una máquina con sus sintes, mesas, teclados, ordenadores, pads, efectos y micrófonos… y es que además cantan ellos en directo en todos los temas, ‘Heaven’, ‘Juvenile’, ‘Virile’, ‘Territory’, integrados por cierto todos ellos en una espectacular sesión de post club que puede ser la mejor montada del género en la actualidad.
El último amanecer del Primavera Sound.

cronica primavera sound 2018

Faltaba solo la jornada del domingo, esa que en la que últimamente al cielo siempre le da por llover para acompañar un poco el ambiente de depresión post fiesta que se vive mientras, entre el patio del CCCB y la sala Teatre, Rhye nos embelesa, Jay Som nos repara y Fermín Muguruza nos recuerda al abrigo de los beats salvajistas y punkotrónicos de The Suicide Of Western Culture que se puede y se debe seguir siendo relevante poniendo el mensaje y su deber y responsabilidad sociales por delante de todo lo demás.

Más tarde, en Apolo, la noche hace pardos los gatos que al día se llaman nostalgia y nos deja otra buena fiesta, a la que no pudo sumarse del todo Ariel Pink por reiterados problemas de sonido y bastantes indicios de borrachera. Llevaba una camiseta del Call Of Duty, la misma que llevaba en su concierto del sábado en el recinto del Fòrum. Una prueba más, preciosamente simbólica, de la guerra que acaba siendo siempre el Primavera Sound. Una guerra de las buenas. Aquí luchamos por nuestro derecho a pegarnos una fiesta. Aquí nos pegamos una fiesta por nuestro derecho a luchar. Y es que la música es el camino, la verdad y la vida.

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