El DCode madrileño cierra su sexta edición con varias sombras y dos grandes luces: Jungle y Bunbury
El Dcode funciona. En términos resultadistas, numéricos el festival madrileño adquiere una apariencia de gran fiesta para todos los públicos y da siempre la sensación de lleno (aunque este año menos ante la ausencia de cabezas de cartel). Funciona también porque somos melómanos y es muy difícil hacer un line-up en el que no seamos capaces de disfrutar con algún artista. Y en tercer lugar porque siempre se reserva un fichaje que busca atraer no a la masa sino a un target concreto (recuerdo a Beck, a Sam Smith o este año a Bunbury), garantizándose un buen número de entradas vendidas que solo se han decidido por estos artistas ‘peculiares’ y que simplemente disfrutan de todo lo demás.
Y para de contar. La falta de mimo y amor por la música es evidente desde la organización. Empezando por el sonido, que no termina de ser bueno en ninguno de los tres escenarios, terminando por la disposición horaria del cartel y pasando por la duración de los conciertos y algún que otro detalle bastante feo como situar a Mark Ronson como ‘cabeza de cartel’ y sin etiquetas y que acabe resultando ser un DJ-set. Eso se avisa. Se intuía, pero en parte nos la habéis colado.
El sonido castigó a Belako en el escenario Complutense a eso de la 1 de la tarde. Antes ya había azotado a Nothing But Thieves con un volumen demasiado bajo, pero a los vascos directamente les desapareció. Los chavales son un trallazo, llenos de energía y un humor que le pone al mal tiempo buena cara, e incluso presentaron un tema nuevo. Pero es muy difícil dar un concierto de relumbrón con tantos inconvenientes. León Benavente les sucedieron y demostraron por qué son el grupo nacional en mejor estado de forma. Los temas de sus dos magníficos discos componen un setlist arrollador que parte de ‘Tipo D’ y peregrina por las más evocadoras ‘La Ribera’ y ‘Ánimo, Valiente’. Explotan en ‘Gloria’ (sí, chicos, «esto sí que es la gloria») y en ‘California’, y se toman su tiempo para dibujar la profundidad de los intensos pasajes sonoros de ‘Habitación 615’, una cama gigante, mil posturas posibles. Para terminar, empalman ‘Aún No Ha Salido El Sol’ y su ya eterna ‘Ser Brigada’. Ni ellos mismos entendían por qué tocaban a esas horas, pero lo olvidaron y lo hicieron olvidar. Uno de los mejores conciertos del sábado. Si hubieran tocado a la 1, probablemente hubiera sido el mejor.
En cuanto a la duración de los shows, le pasó especial factura a Love Of Lesbian, que, no sé por qué, parecían enfadados. A lo mejor es que querían tocar más ratito. En la escasa hora que les dieron, llegaron a enlazar tres lentas (‘Bajo El Volcán’, ‘1999’ y ‘Domingo Astromántico’ con Carla Morrison), tocaron otras dos (‘Seres Únicos’ y ‘Planeador’), se cebaron con su último disco, se olvidaron de ‘Allí Donde Solíamos Gritar’ e insinuaron sutilmente que, para poder verles bien, mejor comprar la entrada para los próximos shows en sala de Madrid. La motivación es un aspecto fundamental en la consecución de un gran concierto, y ayer los lesbianos no estaban motivados. Eh, pero le hicieron un guiño al ‘¿Por Qué Te Vas?’ de Jeanette. Eso fue muy pro.
Otro problema sustancial radica en el contratar a ciertas bandas que no, simplemente no. Podrán vender lo que vendan, podrán tener la legión que tengan de fans. Pero no. Eagles Of Death Metal son un producto fast-food de rock americano a veces en fase sexual, hormonal y andrógina y a veces en modo, músculo, rudo y sudoroso. Lluvia de púas y más discurso chascarrillero que letras en las canciones. Monotonía rockera. Kodaline, por su parte, son una ñoñada insulsa que esta vez, culpa también del sonido, no llegó a despegar ni siquiera en el clímax de ‘All I Want’. Se quedan ligándola en un mareo entre Coldplay, Mumford & Sons y One Republic, y nunca pillan la pelota; en tierra de nadie. O Zara Larsson, apoyada en nuestro mercado por unos 40 Principales que patrocinaban el festival (¿casualidad?, ¿serendipia?) y con un directo escasito de recursos pese a contar con un cuerpo de baile al estilo de las grandes estrellas del pop y una voz de timbre cercano a Sia y Rihanna pero gélidamente sueco.
Pero vaya, que hay bandas que salvan festivales y, en este caso, a parte de León Benavente, los que se alzaron ‘héroes’ fueron Bunbury y Jungle. Enrique Bunbury parecía el príncipe del rock español. Vestido de dragón rojo y rodeado de la mística de la experiencia, arrancó con ‘Iberia Sumergida’, de los Héroes Del Silencio. Su voz, su carisma, su presencia pirolítica en el escenario, sus espasmos a cámara lenta… todo le convierte en uno de nuestros crooner por derecho propio, algo así como nuestro Nick Cave. Los Santos Inocentes, la banda que lo acompaña, arden con la excelencia con la que se trabaja al otro lado del charco, y componen con Bunbury una atmósfera de cantina del infierno. Se adaptan a los ritmos pantanosos de los últimos trabajos del maño-que-quiso-ser-Jim-Morrison, como en ‘El Club De Los Imposibles’ o ‘Porque Las Cosas Cambian’. Atacan ‘El Camino Del Exceso’ y la mítica ‘Avalancha’ con una precisión y agresividad que engola y viste de gala el trabajo de los Héroes. Pasan a sonidos fronterizos con la tranquilidad de unos Calexico en ‘Que Tengas Suertecita’. Y reservan un final apoteósico que se desata con ‘Mar Adentro’, bendita joya del debut de Héroes Del Silencio que asimila el influjo de la new wave y ha experimentado un rejuvenecimiento con el paso del tiempo. El universo tiene un carácter cíclico; he aquí la prueba: este temazo suena como si estuviera hecho ayer. Tras él, ‘Maldito Duende’, con su verso detonador «He oído que la noche esto da, magia, y que un duende te invita a soñar»; el nivel del grupo original de Bunbury eleva indiscutiblemente la calidad de la velada. ‘Lady Blue’, el mayor hit de Enrique en solitario, puso el broche final a un espectáculo memorable.
Mejor incluso estuvieron Jungle. Los británicos que parecen negros constituyen una de las mejores reinterpretaciones del soul gracias a un debut (XL, 2014) elegante desde el diseño de la portada hasta su último arreglo de funky. Aunque el cómputo general del disco podía quedarse en el estudio en un ‘más de lo mismo’ de catálogo blackish, en directo crece con la fuerza y la intensidad de una máquina henchida de groove. Rezuman sexualidad, sudor y se presentan con una solvencia sorprendente. Desde el principio con ‘Platoon’ hasta el final con ‘Time’, van desgranando su repertorio de recursos, sus síncopas funk, sus sintes disco y sus hitazos que van elaborándose a base del entrelazado de sonidos y ritmos. Sus coros, sus falsetes y sus agudísimas guitarras. Pero es que lo mejor que tienen es que la tranquilidad RnB que lastra en cierta manera su versión de estudio desaparece en directo para desplegarse en un incendio de pulsión bailable. ‘Accelerate’ lo ejemplifica, o ‘Drops’, cuyos bajos vienen con varios kilitos de más. En ‘Lemonade Lake’ rozan la perfección (la armonía envolvente, la caricia húmeda, la agilidad de los arpegios), y son ‘Julia’ y ‘Busy Earnin’, sus principales éxitos, los que menos llegan a crecer (lo que me parece un signo de salud en una banda). Y ‘The Heat’ les sale clavada. Puro flow, puro groove, puro funky incendiario recorriéndote las venas. No puedes parar y los vellos de los brazos te delatan. En aquel Ray-Ban del Primavera Sound prometí que volveríamos a vernos. Ahora prometo que no pienso perdérmelos.
Y para el año que viene, DCode, un poquito más de nivel. Por favor.
Que bien escribes, mozo. Esa crítica constante que tienes en tus líneas… sedientas de más cosas que reivindicar, que recomendar y sobre todo que dar a conocer. Das un punto de vista muy comparativo y relacionas cantantes, exitos, estilos, tono, lo describes de tal forma que da pena haberse perdido la mierda que ha sido el Dcode este año. Mola.