El tercer álbum de Justin Vernon como Bon Iver le pone frente a sí mismo y frente a la humanidad en un universo dual del que finalmente solo emana la belleza en su estado más brutal
22, A Million (Jagjaguwar, 2016) es el tercer trabajo de Justin Vernon al frente de Bon Iver (donde participan otros músicos como Mike Noyce, Collin Stetson a los vientos, Sean Carey y Matthew McCaughan, además de Francis ‘Starlight’, que ha vivido con el de Aux-Claires durante gran parte del proceso creativo de este último disco).
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Quizá el más completo, el más elaborado, concebido tras una profunda depresión existencial y un exilio en las costas de Grecia. Y dotado de un sonido preciosista, de una rica instrumentación y de paisajes cuanto menos evocadores. A veces, de ritmos contundentes vinculados con la reinvención del hip-hop llevada a cabo por su amigo Kanye West. Ambos, junto a James Blake o ahora Francis & The Light, han pasado a formar una suerte de familia de músicos vanguardistas amparados en la destrucción del sonido y la creación de armonías infernales y apocalípticas que acongojan por contener en un ciclón todos los ánimos posibles.
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Allegros sobre adagios, versos en cólera, una brillante melancolía. Y una deconstrucción de las canciones que unas veces solo asoma creando atmósferas concretas y otras se hace palpable y las convierte en un puro caos que ni el mismo Vernon entiende. Aunque también haya espacio para el lado más folk y sensible, el de la guitarra acústica. Con todo, este 22, A Million constituye una oda al autotune y a la programación electrónica, que gotea sobre cada ínfima pulgada. Un canto al futuro, como los anuncios de Apple: “imagina lo que tu saxofón, tu batería, tu guitarra podría hacer si fueran un cómo-quiera-que-se-llame-el-púlpito-mágico de Justin Vernon”.
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Es el histrionismo invertido o la histeria en negativo. Son samples de Sigur Rós convertidos en una sirena policial que acaba dibujándose en jazz y llamándote a ti, Ulises, a naufragar con tu barca. Y es Phil Collins en Face Value, sus percusiones y a veces el tratamiento de la voz.
No estoy nombrando canciones y no lo pienso hacer. No hace falta: es un disco hecho de principio a fin para ensalzar los valores de la música y de sus capacidades empáticas, éticas y patéticas. Es un carillón que encierra en sus cilindros al gato de Schrödinger y lo despliega en un universo infinito de probabilidades. Son apenas 40 minutos de bosques, de lagunas, de montañas, de pájaros y de nubes mirándose en el reflejo del sol.
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Es Vernon volviendo a salir de su eterna depresión de luz y color y atacando al alma por los cuatro costados: «esto se acabará pronto»… la vida, el dolor, todo es susceptible de acabarse, y en el propio concepto de final está su ambivalencia. Es Vernon recogiendo la ansiedad de la conciencia colectiva. Haciendo del amor por la vida y cada brizna de aire que nos rodea el verdadero sentido de estar todos juntos aquí, compartiendo cada lágrima de lluvia: “22” es la metáfora de la eterna dualidad. Así, el músico de Wisconsin proclama su particular libro de salmos vistiéndose de rey David y postula para redefinir la música desde el ojo de la tormenta, rozando a veces la ironía kierkegaardiana.
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Tampoco hay que exagerar. Lo que hace Bon Iver se desliga de la naturalidad de la música y no espera que nadie lo santifique. Desde el arte descarnado y la filosofía social, retrata a todos los que son esclavos de esta era de diseño, de alternatividad comercial, de postureo, de Instagram, de “belleza” por todas partes (ahí están el artwork vinculado al disco o lo críptico de sus títulos y letras). Y eso es lo que hace verdaderamente genial a Bon Iver.
He dicho antes que no iba a mencionar canciones. No me resisto a hacerlo con una: ‘8 (circle)’, algo así como un ‘Nothing Compares 2 U’ moderno en forma de precioso homenaje a un Prince que ya no está entre nosotros; hacía tiempo que no escuchaba una pieza de tanta hermosura.