…y alberga horrores. Y ahí, en el frío del invierno, más allá de muros y de mares, despliegan Sigur Rós su canción. Una iglesia sin credo.
Era mi primera vez en el NOS Primavera Sound, la versión chiquitita de Porto del festival germen barcelonés, que se antoja a día de hoy demasiado grande como para contentar a todos. El recinto, en el Parque da Cidade, encierra la esencia del antiguo Primavera, con pocos escenarios, pocos solapes y una factura innegociable a nivel de comodidad y de calidad y mimo en la elaboración del cartel.
Tras deambular un poco, tomándole la medida y dejándome embriagar por el aroma a bosque y a misterio, me acerqué al concierto de Deerhunter en el escenario principal. Ahí mismo iban a tocar, un par de horas después, unos islandeses con pompa eclesiástica que no podían fallar, así que era necesario catar el sonido del escenario. Y al principio me asusté. La voz de Bradford Cox no se entendía bien dentro de ese ampuloso ecosistema guitarrero que plantean los de Atlanta, que no consiguió remontar y elevarse a la altura de la banda hasta ‘Agoraphobia’. A partir de aquí, mucha más energía, mucha más consistencia en el sonido y mucha más agresividad en la construcción de un show que siempre termina desluciendo los discos por el arrojo mostrado. ‘THM’ sonó enorme, igual que ‘Desire Lines’, y las impros finales entre cascadas dream-pop y solos de saxofón devolvieron a Deerhunter su status de campeón. Grupazo capaz de transitar por todos los rincones del pop de guitarras y que a veces consigue sonar a los Strokes más efectivos y a los DIIV más punkarreros.
Decidí esperar en las primeras filas y escuchar solo de lejos el concierto de Julia Holter; el plato principal era demasiado copioso, un verdadero festín en el que mejor participar de cerca. Sigur Rós no son una banda normal, no son cualquiera. Son un oasis de hielo en el que encontrar la paz que deniega el mundo moderno. Son una Iglesia sin credo, una religión sin nombre, una misa de fuego helado, una aparición mística, una experiencia sensorial. Son una canción eclesial entre la bruma de la noche, del humo. Son la expresión más certera de los arrullos de las profundidades de la tierra.
Los de Islandia aparecieron para cortar con un cuchillo de acero valyrio el relativo silencio sepulcral que reinaba en la colina del Palco NOS. Una hoja de electrónica seca y deformada que daba forma a ‘Óveður’, la canción que están debutando en esta gira. Todo detrás de una cortina de hierro velada que les ocultaba a medias. Eran el sacerdote al otro lado del confesionario, dispuestos a escuchar y expiar cada pecado de los asistentes. Con esta coraza de corriente alterna transformaron ‘Starálfur’, la única concesión a los Sigur orquestales, en una apoteosis circuital que deslució de la original más por desconcierto que por falta de acierto. Después se levantó el telón y la banda, en formato trío y simplificada hasta el desnudo, tomó sus posiciones delante de un complejo escenario de estrellas de LED, de pantallas arrastradas por metales hacia un punto de fuga y de brumosos e impactantes visuales.
Estos Sigur Rós son pesados, graníticos, meteoríticos. Y se abandonan pronto a su repertorio más crudo, dejando de lado clásicos como ‘Hoppípolla’ por imposibilidad logística. Esta gira no es para adornos, y no es para grandes pasajes de sonido. Es para aplastar, para hacer daño y para demostrar que se puede, que no hace falta más en Sigur Rós, que con ellos vale. Que lo que hacen en el estudio se puede llevar a terrenos sinfónicos pero también puede abrazarse con fiereza a las raíces de la tierra. De una tierra seca, gris. De una tierra consumida por el azote del frío.
‘Sæglópur’ y ‘Glósóli’ caldean el ambiente, con Jónsi escupiendo letanías en ese falsete de arrullo de ballena, y emocionan hasta el sufrimiento, hasta el llanto. Su sencillez y su calor acarician el alma. Con ‘Vaka’ empiezan a abrazar la oscuridad, que acaba estallando en la misa negra que es ‘Ný Batterí’. El bajo sutil, el ambiente de densidad y el estallido de batería que conduce a un nuevo delirio, a una construcción monstruosa de sonidos de tormenta. El azul de Ágætis Byrjun lo inunda todo, corta como un aliento de hielo. Y ya no hay descanso, ya no hay reposo para el peregrino, que ha de cumplir su penitencia en esta comunión glacial. ‘E-Bow’ pesa como el acero. Y ‘Festival’ consigue que el público coree, que acompañe sin perder el respeto a la santidad de los islandeses. Sus bombos se acompañan de palmas y hasta de saltos, porque Sigur Rós saben amoldarse a la situación y confrontarse a una audiencia a veces distraída. Aquí hay que callar, sí, pero a veces es imposible y los de Islandia han de responder no con indiferencia sino con violencia. Bravo, de nuevo, a una de las mejores bandas del planeta.
La inclusión de ‘Yfirborð’ respondió probablemente a las necesidades austeras del set —eché de menos ‘Hrafntinna’ o ‘Ísjaki’ en este punto— y sirvió de preámbulo a uno de los momentos más apabullantes, una ‘Kveikur’ demoníaca e infernal que lo tiñó todo de rojo y cayó como una maldición sobre todos los oídos, atentos y compungidos.
Ya no hubo reposo salvo para los arrullos de Jónsi, que se incrustaban en la noche como estacas en el corazón. En ‘Hafsól’, Sigur Rós destapó el aullido del lobo, despertó a una bestia milenaria nacida de la cópula entre la noche y el frío. Orri aporreaba su batería mientras Goggi golpeaba el bajo con una baqueta, y se magnificaron, salieron de sí mismos abandonados a esa tensión que nunca sabe de romper y está rompiendo siempre. Se marcharon condenando a la noche al silencio, al murmullo. Y volvieron para romperlo con una de sus infalibles, la magnífica y envolvente ‘Popplagið’ (AKA ‘Untitled 8’). La que me hizo recordar que conocí a Sigur Rós con Heima, el DVD que recogía la postgira de 2007, la gira de casa, en la que exorcizaban sus demonios detrás de un telón de negro translúcido. La que me hizo recordar porque son tan grandes y tan diferentes. La que me hizo concluir que Sigur Rós no hacen música o son los únicos que la hacen, que ninguna banda de tal proyección lo es con un discurso semejante, que son una misa, una comunión, que son un canto religioso para el mundo moderno, que son el hilo musical de la clausura del alma.
La tormenta cae, se acerca el invierno y la muerte deja sus huellas en la nieve. Y Jónsi tira el pie del micrófono y destroza su guitarra contra la batería de Orri, y Orri tira su batería al suelo de dos patadas y lanza las baquetas al público. Se van. Vuelven sólo para despedirse. Como en una ópera, como en un teatro. Con lo culto de una oda a lo inmaterial. Tus sentidos ya han dejado de sentir. Ya estás poseído por el viento helado, por la tierra fría, por el cielo incandescente y por la bruma de la noche. Ya estás a merced de Sigur Rós.
El resto de la noche lo protagonizaron unos Parquet Courts que hacen de su pesadez de estudio un chiste con un directo más de banda de punk, y unos Animal Collective que ya son una sombra de sí mismos con un show previsible en el que nunca llegas a escuchar y nunca llegas a bailar, moviéndote siempre en las arenas movedizas de los terrenos de la ambigüedad. Son buenos, muy buenos, pero ya no son tan especiales y su discurso destartalado ya no resulta tan sorprendente.
Lo mejor de lo que restaba, John Talabot, que demostró cómo se hace lo que se supone que pretende hacer Solomun y cerró a las 6 de la mañana una jornada que será recordada como la jornada de Sigur Rós. Su canción de fuego y hielo.