Muse aterrizaron dos veces en el Barclaycard Center para bajar de la nave, hacerse terrestres y descargar una, por momentos, contundente dosis de rock
Ir a ver a Muse viene de la mano de la promesa de un espectáculo superlativo. En todos los niveles, en todas direcciones. A lo mejor por eso les ha dado por montar para esta gira —la seria, no la de los festivales del año pasado; a falta de grandes cabezas de cartel, te apuntas y haces un poco de caja (algo parecido debieron de pensar los Strokes)— un escenario circular central que no para de bailar en 360°. Para estar más cerca de todo el mundo, para que les bañen en vítores, para no dejar de escuchar rugidos detrás de las orejas y para que este pueda colar como un show expansivo.
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La puesta en escena se antoja sobria en principio, pero cuando se encienden las pantallas giratorias centrales (algo pequeñas) y se descuelgan del engendro metálico del techo bolas que simulan drones de luz recuerdas que a quien has venido a ver es a Muse. Puro artificio.
Distraído por el aparataje no reparas en la salida del trío británico, que se descarga de primeras con ‘Psycho’. Aquí está encerrado, aunque no lo parezca, el quid de la cuestión. Muse se hicieron grandes a base de expandir su sonido. Y en Drones esa expansión se convierte en una rabieta introvertida. A Muse no les sienta bien el negro. Necesitan tantos colores como tiene el crisol de The Resistance. Estos nuevos Muse vienen del espacio, como los de siempre, pero ya se ha esfumado la épica de los caballeros de Cydonia y ahora son solo soldados del imperio enfundados en uniformes discretos y con movimientos aprendidos, marciales y mecanizados.
El ejercicio técnico que supone ‘Reapers’ no vale más que para confirmar que Matt Bellamy es uno de los mejores guitarristas de su tiempo, aunque esta no fuera su mejor noche y hasta fallara algunas notas —es la primera vez que le veo hacerlo—; esta noche era en la que los músicos alienígenas se hacían verdaderamente humanos. ‘Resitance’ lo hizo más evidente: las canciones más progresivas de Muse, las que vinieron a partir de Black Holes, deslucen muchísimo sin los acompañamientos sintéticos de antaño.
Sonó bien ‘Bliss’, sin embargo, y es que en algunos chorrazos de los primeros discos es donde mejor se asienta la performance de Drones. Así, también más tarde lo hizo ‘Citizen Erased’, de lo mejor del concierto. Después de un interludio con ‘Isolated System’ que convirtió el antiguo Palacio de los Deportes en una macrodiscoteca berlinesa y que me hizo preguntarme si ya habrían alcanzado los chicos de Teinmough su cima creativa, empezó ‘The Handler’, y el espectáculo visual dio un paso adelante. Sobre los brazos del escenario y sobre el círculo central se desplegaron unas sutiles pantallas semitransparentes en las que se proyectaban haces de luz. En las centrales apareció la cabeza de un androide, y unas manos gigantes empezaron a pender sobre Matt y Chris Wolstenholme. Al ritmo de la música, se movían, y controlaban a los músicos como marionetas a través de hilos simulados de luz que seguían sus articulaciones. Brutal.
La pega, eso. Que ‘Supermassive Black Hole’ se quedó sin fuerza, que la guitarra no se entendió en ‘Starlight’ aunque molaran las sombras del trío incendiadas, que ‘Madness’ es maravillosa y se merece que la toquen como debe ser —abandonándose un poco a la programación electrónica— y que lo mismo me vale para ‘Undisclosed Desires’. Todo temazos, eso a Muse no se le discute. Discuto su incomprensible introversión, la paradoja de mantener megalomaníaca la forma y rasurar el concepto, secarlo, vestirlo de negro. Los Muse que bajaban desde torres luminosas, escupían fuego y traían ovnis por los cielos eran alienígenas. Estos son Trunk, viajeros perdidos en el tiempo que avisan de distopías orwellianas.
‘Stockholme Syndrome’, con guiños a Rage Against The Machine y ejecutada de forma precisa y salvaje, ‘Time Is Running Out’ y ‘Uprising’ mejoraron a base de decibelios un show que estaba siendo interrumpido demasiadas veces por interludios barrocos haendelianos de los que tanto gustan a Bellamy. A este respecto el colmo fue ‘The Globalist’. Diez minutos de onanismo (por no decir paja mental) musicalmente irrelevante apoyados, eso sí, por un efecto visual acojonante con explosiones, misiles, ciudades destruidas, epopeyas androides y toda una galaxia que se dibuja sobre los músicos, que los envuelve y los integra en el aparato visual. Al final, en esto se quedan estos Muse, en película de ciencia ficción cargada de efectos especiales y dirigida por J.J. Abrams o, como decía Shakespeare, «mucho ruido y pocas nueces».
‘Mercy’ supuso el principio del final y me viene perfecta para resumirme. En el pasado NOS (en el pasado BBK también me vale) valoré el espectáculo de una banda a la que le apetecía moverse en un espacio teóricamente ajeno y que le obligaba a simplificarse. En un festival estaba bien presentarse sin excesos, y tirar confeti porque tu escenario lo tienen que usar otros 10 tíos. Igual que pensé entonces que su sitio serán siempre las arenas y los estadios, hoy pienso que por qué no usar una arena para desplegarse, para expandirse no solo visualmente sino sónicamente. Es una cuestión de expansión. Solo vi a Muse expandirse en la grandilocuente ‘Knights Of Cydonia’. Justo al final. Justo cuando vuelven a coger la nave. Entonces vuelven a ser los caballeros de Cydonia y te dejan con ganas de más. Y es que, con Muse, siempre más alto, siempre más arriba, siempre mejor. Que vuelva el color. A Muse no le sienta bien el negro.
yo estuve en el concierto del jueves..y uff que decepción..sonido pesimo(estaba en un fondo) pantallas minusculas y show corto..los he visto en dos festivales y el dia de autos..me senti defraudado..son los mejores y deben demostrarlo dia a dia