Crónica: El viaje virtual de Bonobo

Un espectáculo sin compromiso alguno salvo con la recreación virtual de un mundo repleto de belleza que contemplar


Bates las alas suavemente. Y te lanzas al abismo. El calor del sol, gigante sobre la planicie, abrasa la línea del horizonte, que se desdibuja hacia la inmensidad prístina y azul. Sigues en caída, cierras los ojos, sientes la velocidad y la caricia cortante del viento. Y alzas la cabeza, el pico desafiante hacia el confín. A los lados escuchas a tus amigos, a tus crías, el reboloteo agitado y optimista de toda una bandada siguiendo con fervor la llamada de la naturaleza. No estás solo en este viaje, y lo sabes. No hace falta girar la cabeza ni grandes ejercicios de formación. Siempre hacia delante, dejando atrás la incalculable y vastísima belleza del mundo. ‘Migration’ lanza la expedición, que se asienta en ‘7th Sevens’.

Es entonces cuando se suma el canto reposado de Szejerdene, que va a protagonizar las secciones más contemplativas, esas en que la voz es la caricia del sol. ‘Break Apart’ enlaza así con ‘Towers’, que hacia el final ya te ha pillado con toda la banda al aire y empieza a explicitar las habilidades al bajo de Simon Green, Bonobo. Eres un pajarillo en sus manos. Sin querer te ha sumergido en su cabeza, te ha puesto unas gafas de realidad virtual imperceptibles y va a llevarte a dar la vuelta al mundo.

Toda la belleza de ‘Kiara’ se desata y la melodiosidad va dando paso a caminos más intrincados, a vuelos más arriesgados. De volar sobre aéreas extensiones a reptar a cada batida de violín entre valles afilados y cañones.

Bonobo y su banda van configurando los algoritmos de este programa de viaje virtual, cada línea subestructural que lo configura con absoluta maestría, repartiéndose las responsabilidades y mutando en forma de acuerdo a las necesidades. La experiencia apasionante (que lleva realizando en vivo desde el North Borders Tour y que, por suerte, no ha abandonado) que supone el sutil tránsito entre ‘Prelude’, onírica, ‘Kiara’, impresionista, y ‘Ten Tigers’, vibrante y de un electro acuoso, no se entiende sin Szejerdene, sin que los beats de batería se hagan más secantes, sin los juegos de guitarras, sin la sección de vientos y sin que todo esto pueda desaparecer para dejar en manos de Green el peso del sonido y la programación.

Estás dando la vuelta al mundo. Disfruta de la vista de pájaro. Saliste de algún lugar de América, en ‘Kong’ sobrevuelas África moviéndote con electro swing, y ves aves magníficas que silban como una flauta travesera, y acabas en Asia soplando las cuerdas de un koto.

Cae la tarde de ‘Surface’, las nubes dibujan sueños y pesadillas, y viajan a la velocidad del sonido. Mides la temperatura en el carbón de su piel, el tiempo en la deformación de sus cuerpos. Y en como se camuflan con la noche. De noche, cuando ya no puedes mirar al cielo, lo único que brilla son las hogueras de la superficie, los rituales tribales que aúllan a la luna: ‘Bambro Koyo Ganda’.

Quieres acercarte y, en una abatida elegante, te separas del grupo, describiendo una elipsis descendente que lo tiñe todo de fuego y te hace sentir calor, y ya hacía días que no lo sentías, en las plumas del pecho. En ‘Cirrus’ ya estás a ras de suelo, esquivando torres y promontorios; las nubes han formado un entretejido de volutas sobre ti. Pero el vuelo es ágil y seguro, y te sientes fuerte, tanto como los bombos que te impulsan.

En un parpadeo imaginas como sería planear dentro de un antro en Manchester o Berlín, el agobio del cubo de paredes, pero solo es un sueño: esto es un viaje contemplativo, no hay profundidad ni rato para quedarse, es una colección dinámica de belleza en movimiento. ‘Outlier’ (señor tema; nos veremos a final de año) te ha devuelto a las alturas, al vuelo regular, pero es ya noche cerrada y el viento golpea con más fuerza, y cuesta mantener la formación. El loop de sintetizador es una columna de aire, el beat las ganas de no descarrilar. Hay que subirse en la tormenta, solo así es posible la salida.

Y sales. Ya no está nublado y hay casi espacio para la celebración. Los picos se convierten en sonrisas y el amanecer, después de la descarga, saluda más brillante que nunca. Se empiezan a ver en el horizonte avionetas, edificios y el puente de San Francisco; está sonando ‘Flashlight’ y te guiñas un ojo a ti mismo en el reflejo de esa guitarra y ese bajo (sintético ahora, por aquí La Riviera ya está tumbada y convertida en un templo de electrónica) tan funkies.

‘We Could Forever’ te transporta a Brasil con su suave samba bailable, y te deja disfrutar de todos los placeres visuales de la urbanidad. Vas en volandas de los suaves vientos caribeños y hasta sientes a la flauta traer una brizna de aire balear. El tour urbano sigue, y te adentras en las profundidades megalopolíticas de ‘No Reason’, acompañado otra vez del terciopelo de Szejerdene (que hace las veces de Nick Murphy).

Quieres salir… la ciudad es un desierto. Deja de haber sentido pronto en el caos de la metrópolis. Con ‘Ontario’ vuelves a verlo todo desde las alturas, desde lejos, elevado con orgullo por una sección de tres vientos maravillosa que aparece sin que te percates solo para partirte el alma. Has visto demasiado, has mirado hacia delante y, si antes estabas seguro de no necesitar mirar hacia los lados, ahora no quieres hacerlo por temor a ver a cuantos has perdido. Es lo brutal de la belleza salvaje de la naturaleza.

Bonobo no se plantea grandes problemas filosóficos en su música, no busca tomarle el pulso a un estilo o a una generación ni profundizar en concepto alguno. Busca una experiencia visual, onírica e impresionista que se nutre de la contemplación como principal recurso estético. Busca la inducción al viaje y de él aprovecha sus potentes capacidades de generación de imágenes y emociones para simular un entorno virtual idealmente bello y absolutamente realista.

‘Figures’ y ‘Kerala’ sirven a ese abandono, mientras la banda gasta los últimos cartuchos y empieza, casi por primera vez, a romper la cuarta pared e interactuar con el público, esencialmente para despedirse y para anunciar que esta era su primera vez en Madrid (nunca es tarde si la dicha es buena, que dicen por ahí) y que este era el último concierto de la gira por salas (por delante queda toda la temporada de festivales, con fechas en el FIB y en el NOS Alive).

Ante el vitoreo generalizado, la banda volvió a salir al completo tras el fundido a negro y desenvolvió la caricia acuática y selvática de ‘Transits’. Szejerdene se despide por su parte y deja a los chicos enzarzados en la jam de jazz tropical en la que acaba convertida ‘Know You’, final clásico de los conciertos de Bonobo. Los samples vocales se van entrelazando con el leitmotiv del teclado, el conjunto estalla y el ritmo pasa en un segundo por todos los estados, culminando en un ruido sonoro que se pierde entre la bruma. Nos vemos en un rato en el Mondo, debió de pensar. Era el principio de la noche, el principio del viaje con Bonobo.

La vuelta al mundo.


A continuación te dejamos una playlist con el setlist del concierto:

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1 comentario en «Crónica: El viaje virtual de Bonobo»

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