Repasamos la carrera de Annie Clark, St. Vincent ante la salida de Masseduction, su quinto disco de estudio
Una pena que el mundo empezara a enterarse de la existencia de Annie Clark a raíz de su sonada relación con la supermodelo Cara Delevigne, que acaparó portadas e hilos en todas las cabeceras de corazón durante buena parte de 2015 y 2016. Aquello venía tras haber ganado el Grammy a Mejor Álbum Alternativo por su cuarto trabajo, el homónimo, personal y oscuro St. Vincent de 2014, lo que ya la ponía al menos en el punto de mira, en el foco de atención.
Pero la carrera de St. Vincent es algo mucho más grande y dinámico que aquellos dos highlights que le sientan bien pero le quedan un poco justos, porque Annie Clark es mucho más que una chica que canta sobre que se masturba y que ha salido con «la nueva Kate Moss».
Nació en 1982 en Oklahoma, pero su familia se mudó pronto a Dallas, Texas, donde Annie creció, dice, en un mundo de mujeres, con una madre consciente y segura del poder femenino, y obsesionada en general con el arte en cualquier forma, pero con la música en particular. «Hubiera llegado a los puños por Nirvana y Pearl Jam. El arte importaba», sentenciaba este verano en The Guardian. Esa plena consciencia, de sí misma y del mundo como de su compromiso con lo femenino y con la ruptura de los prejuicios de género, inculcada por su madre, pero también su propia inquietud artística la llevaron a dejar Dallas en busca de lugares que se adecuaran mejor a sus propias reglas.
Cuando se graduó entró como asistente en la gira de la banda de su tío, Tucker and Patty, y es entonces cuando comenzaría a familiarizarse de forma profesional con el mundo de la música. Entró en Berklee, la famosa institución educativa musical de Boston —que también tiene sede en Valencia—, donde aprendió especialmente armonía y profundizó en géneros más académicos como el jazz. Pero se dio cuenta de que aquello no era necesario para «ser» músico, cuenta a Noisey, de que «para ser músico solo tienes que tener una banda y tocar», y la abandonó un par de años y medio después para seguir dando pasos hacia delante, especialmente así, tocando. No pasó en balde, eso sí: de allí se lleva color, se lleva frescura, conocimiento intuitivo o esa apertura genérica y estilística en torno a la que ha sabido crecer a pasos no agigantados, sí contundentes y seguros.
Annie Clark tomó su nombre artístico al desembarcar en Nueva York recién entrada en los 20 del hospital St. Vincent de la ciudad, famoso por ser aquel en el que murió borracho perdido el poeta maldito y embajador de la generación beat Dylan Thomas —de quien a su vez tomó su apellido Robert Zimmerman, Bob Dylan—. Pero St. Vincent reconoce que ella lo adopta a través de la enorme ‘There She Goes, My Beautiful World’ de Nick Cave, publicada en 2004 y contenida en Abbatoir Blues. Comenzó girando con The Polyfonic Spree y como guitarrista de Sufjan Stevens, y en 2007 publicó con su debut, Marry Me. El disco más «ordenado» de una trayectoria que ha alcanzado la excelencia a base de desordenar aquellos conceptos primigenios y reorganizarlos con dramatismo y sentido del espectáculo igual que con una enorme carga de inventiva personal, acercándose a ese principio kandinskyano de encontrar el equilibrio en pleno epicentro del caos.
St. Vincent puede cantar con engole clásico sobre una psicotrópica guitarra fuzz, puede hacer canción ligera, dar atmósferas jazz, sonar coral y recrearse en los 60, en esas melodías bondianas que vienen en ‘No Stars Aligned’ —de aquel Marry Me— pero que siguen presentes hasta su pequeña gran obra maestra de 2011, Strange Mercy, con una Annie Clark histérica en su propia contención. Puede jugar a fusionar el clasicismo con el futurismo, y en honor a ellos dar una intención a su música tanto preciosista y construida como violenta y provocativa. Puede hacer r&b o synth, o pop, o shoegaze… o vanguardia experimental. Puede dar brincos con el funk y sudar rock agresivo igual que evocar pasajes más dreamies, igual que puede parecer todo una broma que acaba resultando una cosa muy seria. Pero siempre es fiel a su histriónico mundo interior y afilada y creativa con las letras, a través de las que juega a trasgredir sus propios límites y a plantearle retos al oyente. Es esa constante histeria, controlada, bien llevada, asumida, la que conforma el eje de la personalidad artística de St. Vincent.
Actor (4AD; 2017), su segundo disco, aportó también el granito de su fijación por la estética y por lo visual, por el espectáculo en definitiva, y, aun manteniéndose ordenado, abría la paleta y dejaba entrar muchos más géneros, muchas más sonoridades. Al menos más formas de verlos. Y es en algún momento entre girar este disco y preparar el siguiente cuando todo adquiere coherencia de verdad y Annie se destapa, o explota, como una de las mejores guitarristas de su generación. Ya era diestra y ya era diferente y sorprendente, discretamente arriesgada, pero después de aprender a domar al armónico con puño de hierro y unirlo a su compleja técnica sin púa fue capaz de alcanzar rincones sonoros inexplorados, esos que están vetados salvo para el virtuosismo.
El salto se plasmó en Strange Mercy, el primer gran escalón del ascenso que tenía por delante. Mientras lo giraba, un día asistió a un concierto David Byrne, quedó prendado de su forma diferente, como deconstructiva de tocar la guitarra y juntos de aventuraron en el proyecto de 2012 Love This Giant, que ponía el segundo escalón y en evidencia la enorme conexión que existe entre St. Vincent y Talking Heads.
En 2014 llegaría la verdadera exposición, como ya he dicho antes, con todo lo relacionado con el homónimo St. Vincent, su traspaso al sello Loma Vista y ese momento en que Annie Clark se teñía de blanco y liberaba las ansiedades de Strange Mercy en un personaje mucho más elaborado y capaz de convertir sus irónicas reflexiones sobre su propia cotidianidad —o una cotidianidad más amplia, más tópica, quizás— en materia de culto, subida a su propio púlpito piramidal. Con todo lo relacionado con aquel Grammy que se veía un poco venir pero que no por ello deja de ser igual de sorprendente. Incluso con una incursión en el mundo audiovisual —cuánto tiene esta chica de Prince—, con una serie de cortos de terror de inspiración feminista y el posterior ¿rumor? de que dirigirá una versión femenina del clásico de Oscar Wild El Retrato de Dorian Gray con guion de David Byrke. Con Cara y con salir en las revistas.
Masseduction, su quinto disco de estudio, viene con la carta de presentación de hablar sobre sexo, drogas, amor y fama, y por los adelantos mostrados viene también con la idea de llegar a más oídos y aprovechar el tirón, sin perder un ápice de la esencia rupturista y sorprendente que la caracteriza, de su fama impostada limpiando su sonido y haciéndolo más accesible. Menos chocante al oído, vaya, como es ‘Los Ageless’, que por ser melódicamente más convencional que la media de St. Vincent no deja de ser una de las mejores canciones que jamás ha escrito. O como lo es la preciosa ‘New York’, una de esas grandes baladas a la ciudad que recuerda —más en esencia que en sonido— a aquella ‘New York’ de Alicia Keys y que parece tener la llave para un nuevo nivel de ventas, para ir en la industria de cabeza de cartel.
En ‘Pills’, el último sencillo lanzado —hace un par de días— antes de la inminente salida de Masseduction mañana viernes 13 de octubre, demuestra que no es una cuestión de ordenarse después de mucho desorden. Que St. Vincent quizá ha encontrado su propio equilibrio, control dentro del caos. Ese momento en que la cápsula se acopla con el satélite y, después de un tiempo que parece infinito centrifugando a la velocidad del sonido, se asienta serena en su propio campo de gravedad.
St. Vincent estará en Europa las próximas semanas —Londres, Manchester, Dublín, Bruselas, París, Berlín y Utrecht—, pero desgraciadamente no hará parada por España. La esperamos para la temporada de festivales. ¿Quizá Primavera Sound?