Crónica: Benjamin Clementine, de otro planeta

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El de Clementine es un espectáculo que le abre posibilidades hacia el jazz, el soul de banda completa o el rock experimental, pero que echa el freno a su sensibilidad


«¿De dónde sois?», brama una voz rotunda y grave pero igualmente peculiar. «De una masa informe de sonido», parece responder el público, pues no se entiende mucho. Algún destino suelto, alguna ciudad comprensible. Zaragoza, Gales, San Sebastián. «No somos de este mundo, somos aliens», responde la voz debajo de un sombrero de pelo y rastas enrollado sobre sí mismo. Los mismos extraterrestres que arrancaron el viaje de autoconocimiento que plantea Benjamin Clementine en su nuevo trabajo, I Tell a Fly, a través de ‘Farewell Sonata’ son los que se encuentran a mediados del concierto, a las puertas de Europa, y entran en la espiral de destrucción que supone la herencia cultural occidental.

El absurdo es una forma más de levantar la representación teatral y, al final, los raros somos nosotros. El público. Cuando Lorca estrenaba a duras penas su obra magna con aquel título buscaba solo la provocación como canal de emociones, de sentimientos. La estimulación de las barreras mentales. Jugar con ellas hasta abrirlas de par en par, y es que la percepción cambia cuando se han movido tanto los preceptos.

Y es eso a lo que parece agarrarse Benjamin Clementine en el show dramático que ha preparado para la presentación de su sofomoro y para la gira mastodóntica que lo acompaña. Una travesía tortuosa por un desierto conceptual, un choque de expectativas y de prejuicios, una broma macabra y el surrealismo existencialista. El teatro del absurdo.

Cualquiera hubiera podido imaginarse el concierto como una puesta en escena de clásico contemporáneo, como el típico espectáculo de un pianista otrora callejero y burdelero con una voz privilegiada y el soul campando desbocado por sus venas, y no habría podido hallarse más errado. Clementine se acompaña de un trío de jazz con técnica sublime para sacar sus composiciones de los terrenos del clásico y llevárselas al de la vanguardia sonora, al del neo soul y del free jazz.

Pero es que cualquiera que hubiera esperado una reproducción fiel de dichas canciones tampoco tuvo lo que presumía en el concierto de esta especie de pianista maldito. Es la deconstrucción y cómo traza un discurso con ella el verdadero aliento de canciones como ‘Phantom of Aleppoville’ o ‘Quintessence’.

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Sale del piano, vaga por el escenario y se arrastra junto a su voz, que hace virguerías hasta el desconcierto y la vergüenza ajena. Difícil conectar con Clementine cuando su personalidad artística pasa de lo intocable a lo pretencioso, cuando menosprecia al público por no seguir sus locuras artísticas y por no terminar de conectar con la propuesta en ningún momento. No sabe español y repite todo el rato «Madrid» cuando quizá no sea necesario, se golpea de incomprensión y deja improvisaciones eternas entre lo grave y amenazador y lo sutil. A veces canta con engole de soprano y otras con el humo de mil cigarrillos en la garganta, otras limpio, prístino y puro. Y las transiciones son más bien latigazos de su mirada perdida que se producen a placer, dando la sensación de que también para su banda, que concibe el concierto con el mismo asombro y perplejidad que un público que, de nuevo, no sabe si reír o llorar, si pedirse otra cerveza o si guardar silencio.

A lo mejor el de Benjamin Clementine en el Palacio de Vistalegre de Madrid no era un concierto en el que los contextos jugaran a favor de nadie. Ni era el lugar (pese a que se oía espectacular, algo que no es costumbre en Vistalegre) ni era la noche ni era el público ni era el escenario. Ni él era. Entendí que su nombre esté en el cartel del Bilbao BBK Live pero sigo sin entender la necesidad. La de prolongar ‘Condolence’ hasta el aburrimiento en un coro popular y populista, la de bajarse al público para increparle, la de desdibujar el final y la de aplicar más punch a temas que, como ‘Akward Fish’, ni siquiera lo agradecen. La de hacer el final en solitario pero tan raro que no haya espacio (no lo hubo en todo el concierto y fue una ausencia, para mi, verdaderamente dolorosa; no es una cosa a la que tengamos acceso todos los días lo de ver a Benjamin Clementine) para ‘Cornerstone’. O para ‘London’, que sonó antes un tanto descolocada y aquí, en la intimidad, hubiera sonado perfecta.

Su voz es magistral, una locura de verdad. Profunda, intensa, con acento británico pero rugosidad africana, proyectante y potente. Pero la sensibilidad se quedó en casa, o entre bambalinas, y hasta el propio Clementine falló notas al piano. Es difícil para un artista tan peculiar encontrarse a si mismo con tantas distracciones. Los maniquíes siniestros mutilados contemplaban impasibles el espectáculo, el catastrofismo y la virulencia que transmite sobre el escenario. Probablemente fueron los únicos que lo entendieron.

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