La épica impostada de Imagine Dragons o Bastille deja a Izal en muy buen lugar y le pone fácil a Jorja Smith la corona
Vaya usted a saber la razón, Dcode este año se desplazaba de su esencia y sin querer, queriendo acababa topándose con su esencia misma, la del efectismo. Otros años recordábamos al menos grandes cabezas de cartel, como Beck, o infalibles de renombre como Franz Ferdinand o nuestros Vetusta Morla, y seguimos agradeciéndole descubrimientos de avanzadilla como Royal Blood, unos The Vaccines que este año repetían con un nuevo disco que ha frenado sustancialmente su espíritu desenfrenado o, mismamente, Izal, que también repetían este 2018 pero con la vitola de cabeza de cartel, en el escenario principal y con un show que, por producción, pudo estar por encima de cualquier otro del festival, incluidos unos Imagine Dragons que se exceden en cada aspaviento. A parte de joyitas de relumbrón del tipo Charlie XCX, Vampire Weekend, Jungle o Daughter (no siempre apropiadamente tratados, eso también).
Pero en Dcode 2018 se echaba en falta todo esto, a excepción de un par de puntazos en la parte baja: Clairo, relegada a las 2 de la tarde y en un sándwich entre La M.O.D.A., correctos pero poco emocionantes, y unos mejores Sidonie, y unos Terry vs Tori a los que pusieron a coincidir en hora con la otra gran estrella del festival, la británica Jorja Smith. La voz más prodigiosa del nuevo soul, ya apuntábamos a ella a principios de año y confirmábamos las sospechas de noche cerrada en el Primavera Sound. El show, muy semejante, con las versiones de ‘No Scrubs’ (TLC) y ‘Lost’ (Frank Ocean) y su batería de clásicos instantáneos (‘Beautiful Little Fools’, ‘Teenage Fantasy’, ‘Where Did I Go?’, ‘Let Me Down’ ‘Blue Lights’, ‘On My Mind’) sumado a alguna joyita como el ‘I Am’ que pone para la banda sonora de Black Panther, al mando de Kendrick Lamar, y echando solo en falta algún temazo más minoritario de su disco de debut como ‘Wandering Romance’, vuelve a demostrar que, en pocas palabras, ha nacido una estrella, dotada con una voz espectacular, madura como pocas, con una presencia sólida en el escenario y respaldada por una banda de relumbrón, con amplios conocimientos de soul, jazz, electrónica, rock y pop con seriedad, seguramente la mejor junto a Berri Txarrak que pisó el festival. Las pocas nueces, al final.
El resto, ruido. Más o menos alto, más o menos molesto. O simplemente intrascendente. Se libró Sam Fender, que cumplió con un jangle rock para adultos con reminisciencias de Bruce Springsteen (confirmadas cuando le versiona atacando el clásico ‘Born In The USA’), pero poco más. Si acaso, y con dudas, un Albert Hammond Jr. que en otras ocasiones había salido al paso gracias a versiones de clásicos del punk y de algún solo de guitarra que recordaba a los mejores Strokes y que esta vez se entierra a sí mismo en su propio ego, olvidando el instrumento con el que se hizo famoso y saciando sus ansias de protagonismo al micrófono con una actitud algo trasnochada de rockstar al estilo Iggy Pop, David Bowie, etc, moviéndose, eso sí, todo lo que no se ha movido Julian Casablancas en toda su carrera.
Pero no Bastille, efectistas y mediocres, sin fuerza, sin garra y sin terminar nunca de reclamar los coros fáciles del público para dar sentido a su concierto, que es poco más que ‘Pompeii’. En la línea de lo que hicieron Imagine Dragons, que al menos sí consiguieron imponerse en el sonido y resultar contundentes. Pero en resumen, efectismo gratuito, exposición de testosterona (el tío salió sin camiseta, como recién salido del gimnasio, y así se tiró todo el concierto) y valores comunionales de baratillo, de filosofía de libreto portátil post new age o de ensayo de Coelho. Épica de timbales, ‘Radioactive’ para empezar y mismos patrones para acaparar más de hora y media de concierto en el que el único que no hace aguas es el guitarrista. El resto, sudor, lágrimas, partes reconvertidas en baladita para que el público cantase emocionado y todos los tópicos del rock de estadios, discursos motivacionales incluidos (le perdonamos el recuerdo al tristemente fallecido Mike Miller y la mención a la depresión como uno de los grandes males del mundo en que vivimos) y hasta solo de batería.
Pero poca chicha, al final, como tuvo todo el Dcode. Un éxito de público y 25.000 asistentes le dan la razón a la épica, pero el sabor que se queda es agrio. El año que viene más, a ver si reconduciendo una dirección que el año pasado nos hacía creer y este nos deja las expectativas por los suelos.