Es un de los tres festivales más vigilados del mundo, pero las apariencias engañan… sobre todo las apariencias
En el capitalismo como lo entendemos en la actualidad, toda manifestación rabiosa, fresca, espontánea, brillante, creativa, rupturista y antisistema (en el término más puramente léxico y estricto) acaba absorbida por una industria que ya tiene desarrollados y engrasados los métodos de succión, que ya tiene integrada en sí misma la aceptación de la disidencia. Los festivales no iban a ser menos.
Woodstock surgió en EEUU como una orgía colectiva para exorcizar los demonios de la guerra, de la represión, de la falta de libertad y dio origen al concepto de festival masivo y al aire libre que hoy puede representar quizá el escenario idóneo (o al menos el más popular) para la presentación musical en directo, pero murió con su propia época, sumergido en la propia decadencia de una generación a la que daba voz y para la que servía de foro expresivo. No lo hizo Glastonbury, que supo aguantar, reinventarse y conservar su status convertido a la postre en un oasis espiritual donde manan los efluvios de un pasado idealizado. Normal que la industria terminara fijando los ojos en su modelo.
Mientras Glasto permanecía ahí, impertérrito, los festivales iban y venían, sucediéndose diferentes oleadas de esplendor en popularidad y otras más oscuras. El movimiento rave en Inglaterra a principios de los 90 provocó una fuga masiva de la juventud hacia nuevos espacios más improvisados y los festivales tuvieron que adaptarse, absorbiendo también parte de esa escena underground y popularizándose la electrónica como género de referencia en el mundillo. Sónar comenzó a rodar por aquel entonces y, hoy, representa un buen ejemplo de lo que se debe hacer para seguir manteniéndose al frente de las corrientes. Otros grandes como Love Parade, Creamfields o Monegros pasaron a mejor vida o permanecieron como la sombra raquítica de lo que un día fueron.
Y entonces llegó Coachella, y llegó el indie. Lo fundaron en 1999 Paul Tollet y Rick van Santen (Goldenvoice), movidos por el éxito del concierto-reivindicación que dieron Pearl Jam en el Empire Polo Club en 1993 en contra del control de Ticketmaster sobre el circuito de música en vivo y por una visita a Glastonbury… para ellos, en aquel club de campo del desierto de Indio, California era posible reproducir Glasto con sol y palmeras, era posible suceder a Woodstock. La primera edición supuso una victoria pírrica: fue todo un éxito, pero Goldenvoice terminó perdiendo dinero. En 2000 no se celebró y, para asegurarse volver y la continuidad, vendieron acciones a AEG, la empresa del multimillonario Philip Anschutz, que desde 2001 controla Coachella y ha auspiciado toda su evolución: el camping, la ampliación de dos días a tres y de uno a dos fines de semana, la multiplicación de escenarios, la organización de otros festivales en el mismo recinto y su oscilante e interesada relación con el mundo del lujo.
Todo ha ido creciendo en y con Coachella, e incluso el Primavera Sound, que comenzó también su andadura con el nuevo milenio, se ha fijado a veces en su modelo masivo para dar pasos hacia delante. Hoy (y ya van unos pocos años con esta estructura más o menos estable) son estos dos festivales, Coachella y el Primavera, junto con Glastonbury, los que dominan claramente el panorama y los que más atención reciben en la prensa internacional. Pero Coachella es el más vigilado, sobre el que con mayor fuerza pende una sombra de sospecha.
Como decía antes, el festival colosal del valle de Avalon ha sabido salir a flote para convertirse en el más longevo, en parte gracias a los grandes momentos que lleva dando la música británica desde los 80, y retiene una innegable magia, con sus lluvias, su inabarcabilidad, su barro y su carácter atrapalotodo. El barcelonés Primavera Sound, por su parte, se ha hecho enorme por incidir en su propuesta urbana y cosmopolita, pero sobre todo por ser el único festival de su nivel y envergadura que conserva una línea editorial y que pone filtro de calidad en la elaboración de su cartel, convirtiéndose en sinónimo de buen gusto (no en vano tiene allí Pitchfork un escenario).
Coachella, sin embargo, parece basar su éxito en alimentar a la industria de la que vive. Son las listas de ventas las que marcan la composición de su cartel, así como las grandes bandas de rock surgidas a la cola de los 90 y del movimiento grunge (Foo Fighters, Radiohead, Red Hot Chili Peppers…), pero como el stablishment sabe integrar la disidencia, también aparecen año tras año algunas de las bandas con mayor favor de la crítica especializada, generando siempre una alineación espectacular. Engañosamente espectacular.
https://www.youtube.com/watch?v=93WKF3rtMXw&t=24s
Voy a poner un ejemplo: el último concierto de Kendrick Lamar. El rapero se decidió a sacar su nuevo disco con el festival ya empezado, apenas dos días antes de su actuación, con la vista puesta evidentemente en ella. Qué curioso que Damn, y no To Pimp A Butterfly, reciba este tratamiento. O no tan curioso si entendemos que es un álbum mucho más «comercial». Algo parecido a lo que ha hecho Lorde, que ha sabido acaparar con maestría los focos de Coachella para darle un empujón a la carrera del próximo Melodrama. También fue Coachella el lugar donde perpetraron Daft Punk su última pantomima. ¿Qué público si no el de Coachella merecería semejantes honores?
Las entradas generales cuestan 400 dólares, las VIP 900, y a partir de ahí hacia arriba y hasta donde llegue tu imaginación, porque la organización ofrece hasta paquetes exclusivos con traslado en jet privado y en helicóptero. Con este nivel adquisitivo medio es difícil no ser el festival más rentable del mundo; Coachella ingresa unos 100 millones de dólares por edición. Las celebrities saben que todas las miradas se dirigen allí, y desde hace unos años se pasean libremente por el evento; los medios y las marcas (especialmente las de moda) organizan pool parties y stands paralelos en Los Ángeles durante los días del festival para promocionarse.
https://www.instagram.com/p/BS_r7YOB-Ix/?taken-by=alessandraambrosio
El problema está en los gustos de una clase acomodada que puede encarnar los ideales de frivolidad millennial y que ha encontrado en Instagram el complemento perfecto para compartir su experiencia en el desierto de Indio. Lo trendy, lo in, lo cool se dan cita en Coachella de la mano del postureo. La organización pone un cartel lo suficientemente vasto y contrastado como para contar que viste a King Gizzard & The Lizzard Wizard tocando una microtonal o a Sampha en su primera gira, igual que a Lady Gaga y Radiohead. Es el propio público el que se ha encargado año tras año de ir configurando además una estética y, probablemente, una ideología. Hasta en Snapchat y en las derivaciones posteriores a su toma de posesión por parte de Instagram hay una corona de flores, icono antonomásico de Coachella.
Es el producto de una juventud que parece querer reproducir el espíritu de paz, amor y libertad de Woodstock pero que no termina de entenderlo. Que dice que sí, que conoce a Neil Young y que adora a Patti Smith, pero que en el fondo no tiene ni idea. Por eso se visten de tribu urbana, con sus abalorios, sus tirantes, sus botas camperas o sus sandalias retorcidas, sus estampados psicodélicos y coloridos, sus gafas de sol, sus moños improvisados, sus shorts y sus totebags y las ya referidas coronitas de flores. Para sentirse festivaleros, hippies por un día (o por tres, lo mismo da). Por eso pasa desapercibido el reloj digital rojo que marca la cuenta atrás de los conciertos quitando cualquier romanticismo, y que oscila según intereses comerciales.
Coachella promete lujo y va de la mano con él, y eso atrae a los ambiciosos y a todos los que quieren vivir la experiencia, a todos los que quieren aprovecharse de sus focos. ¿Quién no quiere fumarse un porro al lado de Rihanna, sentir que está en el mismo sitio donde decide estar Jared Leto o hacerse fotos con Alessandra Ambrosio, Lana del Rey, Florence Welch o Katy Perry? El problema es que es el lujo el que termina huyendo de estos espacios, y el siguiente paso que está viviendo Coachella es la democratización. Jimmy Choo ahora es H&M, que ha lanzado además una colección cápsula oficial inspirada en el festival; más madera al entramado.
Al final, Coachella en si mismo es un producto perfectamente diseñado que funciona y evoluciona como tal, en función de los gustos del público al que va destinado, y que seguirá creciendo hasta convertirse en algo absolutamente mundial y omnipresente, una bestia de las que solo el capitalismo más estudiado es capaz de diseñar, como McDonald’s. O implotará de falta de sentido. «Estuve en Coachella… lo voy a petar en Instagram». El último modelito de Bad Gyal RiRi, siempre mordaz ella, de Gucci, puede ser una sutil y perfecta alegoría del esperpento y el ridículo.
https://www.instagram.com/p/BS8FPXfD2he/?taken-by=badgalriri