Elizabeth Woolridge está más cerca que nunca de Lana del Rey en Lust For Life, su cuarto disco de estudio
Vale ya con lo de los títulos de las canciones de Lana del Rey. Harto estoy de escuchar alabanzas a esa lírica buckowsky-navokoviana de innecesariamente impostado machismo y sugerente oscuridad; Lana, el personaje, parece ya incapaz de salir de los tópicos que proclama. Y, sin embargo, se la ve más cómoda en ellos que nunca, explotándolos, potenciándolos y organizándolos con coherencia cinematográfica, pero sobre todo sabiendo abandonarlos con inusitada madurez y autoconocimiento.
Lust For Life, aunque tediosamente largo, desarrolla la personalidad de una chica que, no es nada nuevo, tiene especial querencia por cantar sobre gángsters, drogadictos, chulos, prostitutas, dinero, lujo, diamantes, armas, coches y tiempos pasados de negritud idealizada, el glorioso pasado de norte América, pero que se muestra ahora más amable, en cierta manera redimida y sanada. Sonriente, como aparece por primera vez en una portada, pese a que no haya apenas sonrisas en su forma de cantar. Cerrando el paréntesis que abrió con su debut en 2012 y encerrando en él esos dos álbumes de búsqueda incierta en que han acabado convertidos Ultraviolence y Honeymoon, en los que Lana pareció quedarse poco a poco sin cosas que decir. Por eso aparece en Lust For Life ante la camioneta retro de color verde de Born To Die. Por eso recupera la épica percutiva de aquel en ‘Love’, primer sencillo y primera canción del disco, y la mantiene durante toda su duración.
A partir de aquí, el desarrollo responde a la consolidación del mito Lana del Rey. Virginal ahora, intocable. La neoyorquina ocupa una especie de trono místico y se rodea de un aura de brillo deslumbrante, y proyecta su voz con un distorsionado eco radiofónico años 50 que la aleja más si cabe. No se aprecia contacto alguno con los instrumentos; Lana los acciona al batir las manos como una bruja delicada. Va dibujando verso a verso y en 360º su propio universo paralelo, en el que pretende sumergirte. Y lo consigue.
En ese sutil adentramiento, del Rey va dando la mano a voces que de algún modo la identifican o la completan, que le sirven para narrar capítulos que son más bien pequeñas historias, casi recuerdos nostálgicos que contribuyen a pintar la esencia de su mundo. La primera de ellas es la de Abel Tesfaye, The Weeknd —en cuyos dos últimos discos ha participado—, que copula en lúbrica armonía con la suya formando un solo ser en ‘Lust For Life’.
Tras ella, Lana vuelve a quedarse sola en ’13 Beaches’, uno de los mejores temas del disco, y despliega su voz engolada sobre un fondo de trip hop que va poniendo nubes, viento y suspiros entre los árboles, y que se continúa en ‘Cherry’ acercando sus hi hats al sonido 808, desvelando con timidez otro de los paisajes de los que se rodea, ese en que toma la mano de A$AP Rocky. Lana, que siempre ha sido la nota discordante del hampa, lo es ahora más que nunca, retornando a la lírica yayo cantándole a un Mustang blanco (¿cocaína?) pero, sobre todo, pareciendo la niña pija con ganas de peligro y de tocarle los huevos a su padre, yéndose vestida de blanco a garitos de la Atlanta trapera y hustler a swaggear y fumarla.
Si cuando se besaba con Tesfaye enseñaba un cierto idealismo condescendiente, ahora vuelve a dar miedo, a asustar con su presencia imponente y oscura, y se alza casi como una reina de serpientes, una trap queen de esas que van robando corazones por el simple gusto de probarlos. El rapero de Harlem no se atreve ni a tocarla durante toda ‘Summer Bummer’, y aún así no es capaz de marcharse. Se queda para ‘Groupie Love’, donde ella habla de enamorarse de una estrella del rock y el groupie termina pareciendo él, puesto al servicio de rematar a lo Kanye una descomunal canción pop, onírica y ampulosa.
De esta especie de suburbio de tres canciones sale la Lana empoderada de ‘In My Feelings’ que recurre al felino rasgado vocal de Stevie Nicks (spoiler; también forma parte del paisaje tan bien definido que a estas alturas la diva tiene perfectamente diseñado) y a la expansividad absoluta de ‘Coachella – Woodstock in My Mind’. Pero ya empezamos a conocernos demasiado bien los poco intrincados caminos de su escenografía y, al final y pese a una pequeña vacilación hacia temas más políticos, en ‘God Bless America – And All The Beautiful Girls In It’ y ‘When The World Was At War Whe Kept Dancing’, entre tiros al aire, bondianismo y la irrupción de una guitarra acústica y de un leitmotiv portisheadiano («Is it the end of an era? / Is it the end of America?»), tenemos la sensación de estar dando vueltas sin rumbo por el mismo gabinete de belleza mágica y frívolas curiosidades.
Lo salva Stevie Nicks con su voz como un millón de bendiciones, cantando eso de ‘Beautiful People, Beautiful Problems’ que en sus cuerdas vocales resulta descorazonador. Es justo cuando Lust For Life toma tierra y sitúa a su autora mucho más en una dinámica vintage, amparada por instrumentos más tradicionales, pianos, guitarras y bajos y percusiones orgánicas.
La propia Lana ha comentado que en cierto momento del proceso de producción perdió de vista la influencia original de The Shangri-Las en favor de la electrónica, y que tuvo que darle una última vuelta para recuperarla. Supongo que esto es lo que hace a una canción como ‘I Can Never Go Home Anymore’ tan importante para la construcción retro del tema homónimo de su nuevo disco, pero también lo que da alas a todo su tramo final, desde la propia colaboración con la hechicera de Fleetwood Mac hasta ‘Change’, un baladón a piano cantado sereno sobre una segunda voz en falsete susurrado que representa uno de los momentos álgidos del disco y una de las mejores canciones de Lana del Rey a nivel lírico, en la que proclama que estaremos preparados para el cambio, venga de donde quiera que venga.
Pasa para llegar por ‘Tomorrow Never Came’, sesenterismo bondiano puro de la mano de Sean Ono Lennon, el hijo del legendario John de los Beatles —Rick Nowels, productor principal del disco junto con Dean Reid, imagina que entre los instrumentos que utilizó en su estudio de Nueva York habría algunos originales de su padre—, y por ‘Heroin’, un oscuro viaje de heroína ambientando en la ciudad de Topanga, reconocido nicho de artistas de California, y en el que se menciona a Mötley Crue.
Lástima que para el final se reserve la que es la canción más clásicamente movidita y que esta acabe resultando en ‘Get Free’, una especie de rendición del ‘Creep’ de Radiohead (bueno, o del ‘The Air That I Breathe’ de The Hollies, pero ya se sabe, la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma) ambientada sonoramente entre las Misiones de los aledaños de Tucson y el Desierto de Sonora.
Lo que deja claro, eso sí, es que Lana del Rey ha visto la luz —«out of the black / into the blue»—, que es el momento de abandonar el drama y la impostación en su carrera artística. Que le queda bien el vestido blanco de la sinceridad, que le pone una sonrisa de oreja a oreja. «I was not discerning», canta o, mejor dicho, susurra. Así que Elizabeth Woolridge está más cerca que nunca de Lana del Rey.
8 /10
Como casi siempre con estos discos tan largos, te dejamos una versión redux: