Reseñamos Neon Bible, de Arcade Fire, en su décimo aniversario
El amor por la música y sus capacidades catárticas, liberadoras e ístmicas es quizá el valor que más han demostrado y abanderado Arcade Fire desde que debutaran allá por 2004 con Funeral. Y es muy probable que, en busca de este amor (siguen buscándolo desde entonces, desde el himno de Funeral que era y es ‘Wake Up’ en el que dicen «you better look out for love» hasta el clímax de ‘Afterlife’, en Reflektor, diez años después, donde aúllan «when love is gone, where does it go?»), decidieran Arcade Fire gastarse la caja hecha con su debut en comprar y rehabilitar una vieja iglesia de Farnham, Québec para convertirla en su base de operaciones y componer en ella, sin itinerancias y sobresaltos, el que sería su segundo trabajo, el que ahora nos ocupa por cumplirse diez años (diez años ya) de su salida: Neon Bible.
No contentos con esto, obsesionados con perpetuar su idea sobre la música y con darle vida a la llama de su inspiración, redefinieron toda la instrumentación, incorporaron a Sarah Neufeld al violín, a Marika Shaw a la viola y a Jeremy Gara a la batería (se cae poco en la cuenta de lo mucho que suma, casi imperceptiblemente, con todos sus ritmos incisivos y orgánicos, con esa intensidad medida y brillantemente diseñada), contaron con un coro, con una arpista y con toda una ensemble de vientos entre los que figuraban Collin Stetson (Bon Iver), Pietro Amato (Bell Orchestra, una de las primeras extensiones de la familia Butler) y Martin Wenk (Calexico, trompeta que habla en la maravillosa y diluviante ‘Ocean of Noise’; con él la tocaron en el pasado NOS Alive) y se atrevieron a liberar los registros del órgano, abrirlos sin límite y dejar entrar monstruosas bocanadas de aire, esas que acaloran ‘Intervention’ y ‘My Body is a Cage’.
Régine, que siempre ha tenido una incansable inquietud musical, estuvo practicando bastante tiempo (bastantes noches, mejor, hacia las dos de la mañana, según cuenta) con el órgano gracias a un amigo de Montreal que trabajaba guardando una iglesia de noche, y desde el principio tuvo claro que quería usarlo para expresar nuevas emociones en Neon Bible. Fue la misma inquietud la que le llevó a trabajar más profundamente en los arreglos de orquesta, con los que consiguieron por fin dar cuerpo a una de sus canciones emblema y que ya había aparecido en una versión preliminar en el EP de 2003 (y en una un poco más rústica en las primeras presentaciones en directo), ‘No Cars Go’; para ello contó con la inestimable ayuda de Owen Pallet, y se cogió un vuelo con Win para grabar a la Budapest Film Orchestra en la capital húngara, donde además aprovecharon para grabar a un coro militar masculino en una sesión que contó como ingeniero a un islandés (que tienen bastante tradición en corales de varón; que se lo digan a Sigur Rós). Las imágenes de Chassagne en el documental Miroir Noir que estrenaron recogiendo la gira y parte del proceso de grabación de Neon Bible escudriñando cada detalle y analizando cada nota y cada pista no son una leyenda urbana.
La idea era seguir dando pasos hacia delante, seguir en pos del amor por la música, en busca de la excelencia. Así, consiguen una maravilla hecha sonido, un Neon Bible que nunca soñó con un título tan acertado, una Biblia moderna sobre fugas, océanos de ruido, carreteras, grandes olas negras en medio de mares, hambre y sed, celdas, prisiones, razones. Tan desgarrador que asusta ponérselo, tan jodidamente bueno que inspira hasta respeto.
Esta Biblia de Neón envenena desde la primera página. «Para leer de noche», parece poner en la contraportada, «para leer en silencio». Y dejar que se escuche el eco de pasos fantasmas. Sumergirse en la nueva iglesia del nuevo mundo, de un nuevo orden de cosas que no son sino reflejo de la vieja iglesia (ya en ruinas) del viejo mundo, de un viejo orden de cosas.
Arcade Fire hacen aquí fuegos artificiales sin artificio alguno, lanzan al aire melodías que brillan en la oscuridad con una pálida luz y dibujan un decálogo del escapismo, de las diferentes formas que tiene el individuo de huir de todo aquello que lo ata en contra de su irracionalmente sumisa voluntad. Del amor, del trabajo, de lo establecido, del ruido, de la familia, de la casa, de uno mismo, de la vida misma. Los himnos desaparecen para dar paso a cantos ominosos que parten de la raíz más íntima y tradicional del yo y se transforman en gritos de rabia desbocada con una carga filosófica aún mayor. Pura piel y pura garganta, Win Butler se convierte en una especie de profundo y místico pregonero, Mesías de la palabra contenida en esta «Neon Bible», y lo tiñe todo de una tenebrista melancolía que en el fondo guarda siempre el mensaje de esperanza y rebelión (ganas de permanecer, contra vientos y mareas) tan propio del que tiene aún mucho por hacer y por perder. En la época, le dijo a Sean Michaels de Paste Magazine que veía las dos caras del miedo, su ambivalencia: un miedo entendido como el miedo al Dios bíblico, la congoja ante algo o alguien alucinante, que te obliga a mejorar, que te inspira a cambiar, y otro visto como el temor a los otros, que obliga a recogerse, a permanecer, a no cambiar, a proteger lo que es tuyo, que paraliza.
Y en esta misa coloreada en negativo hay que guardar silencio y prestar atención. Hay que sentarse y dejar que las columnas de sonido hagan crepitar las bocas de madera. Porque toda la atmósfera esconde el gran logro, dota al disco de un espíritu casi conceptual y le insufla alma y vida propias, le otorga una cohesión titánica y una solidez inigualable.
El destino del mundo se decide en aquella iglesia de Farnham, a golpe de órgano y violín y radiado por megafonía. Y una reunión así no puede tener más flema ni más vocación grandilocuente. Cuando esa exageración se convierte de forma natural en necesidad y se despoja de toda su pretenciosidad, se alcanza ese sonido a medio camino entre lo divino y lo humano. «Dios, mírate ahora», le espeta Will en el tema homónimo, situándose a su altura, tan por encima como por debajo de él. Es esa otra de las virtudes inefables de Arcade Fire: la de hacer difícil lo fácil como en un proceso absolutamente espontáneo, aportando siempre las dosis justas de cada cosa justa a su totum revolutum, a su ominosa algarabía; la de contenerse y desatarse, la de pasar de la madura reflexión al arranque por pataletas.
La circunspección de ‘Neon Bible’, casi susurrada, contrasta así con el frenesí de ‘No Cars Go’ o ‘The Well and the Lighthouse’, post punk de madera, y es que es en Neon Bible donde empieza a hacerse palpable la concienzuda versatilidad de la banda, que hace de todas sus diferentes caras y posibilidades un todo compacto y coherente. ‘Keep the Car Running’, con tres acordes de mandolina y ecos del Springsteen para las masas de Born in the USA, iba a anticipar así la revolución pop que acometerían con The Suburbs tres años después, y con ‘(Antichrist Television Blues)’ se llevan el folk más intimista a su terreno para firmar un temazo deliciosamente destartalado.
Su letra demuestra el estado excepcional de inspiración de Butler (madura a cada disco y a cada canción), pero está presente en todo un trabajo al que otorga sentido totalizador rodeándolo de toda una imaginería de escapismo y proyectando su discurso al exterior, en forma de predicación. «I don’t want to live in my father’s house no more», sentencia en ‘Windowsill’, donde se va encolerizando, alzando la voz, para terminar diciendo «I don’t want to live in America no more»; es el mismo truco vocal que emplea en ‘Intervention’, heredado de Bowie y pensado para potenciar el dramatismo. Y en ‘Ocean of Noise’ o ‘Black Wave/Bad Vibrations’ se va a las metáforas oceánicas (según él el océano representa la falta de control), siempre con la idea fija en salir hacia ninguna parte, en sentirse perdido («we know a place with no ships go… no cars go»).
En la primera Win grabó la toma bajo una tormenta, que se escucha tímidamente al fondo de la canción; para la segunda buscaron inspiración a las orillas del Hudson, lo más parecido al mar que les quedara cerca. El sonido acuoso tiñe el álbum, que se comporta como una barquita de madera vieja a la deriva. Y no olvidan ciertos tópicos sobre el control poblacional, los medios de comunicación («MTV, what have you done to me?»), los espejos como fuente de engaño e irrealidad (ya no parece tan raro que estos tíos sean los mismos que 6 años después hicieran Reflektor, ¿verdad?) y los juegos del hambre («stop now before it’s too late / bean eating in the ghetto on a hundred dollar plate / nothing lasts forever that’s the way it’s gotta be / there’s a great black wave in the middle of the sea for me», que poderosísima imagen).
Todo alcanza colofón en la desgarradora ‘My Body is a Cage’ (elevada a la leyenda por Peter Gabriel, como ya hiciera David Bowie con ‘Wake Up’), donde todos los elementos se reúnen en un grito ahogado de dolor, de ira, de reflexión y de autoconocimiento que asciende la melancolía a ciencia epistemológica entre tenebrosas tinieblas de luz. Hace ya tiempo escribí esto sobre ella y este es un gran momento para recuperarlo, más releyéndolo y dándome cuenta de que no ha cambiado un ápice:
«Esto no es una canción. Es una misa, es un incendio, una explosión. Es una cárcel y es un aullido. Es un recital en una lengua muerta resucitada para la ocasión. Es un hombre de Vitrubio y una ecuación irresoluble. Es canto pero no es canción. Es más. Siempre más. Es mi mente sosteniendo la llave. Es un espíritu libre de un cuerpo liberado. Es grito y es tormenta. Es la expresión de la invencibilidad y la súplica del genuflexo. Es una elegía, una oda, un himno. Es épica sin conquista. Es conquista interior. Es un océano en un segundo, son mil años metidos en un centímetro de corazón. Es sangre que se derrama por los cuatro costados. No es canción. Suena. Pequeña y sutil. Gigante y ominosa. Sueña. No es canción. Es el primer mandamiento de una nueva religión.
Es pop sin instrumentación pop, es electricidad desenchufada, es un cruce temporal y un engendro de sonidos, es Bach, Handel y Wagner tomándose un café con Lennon, McCartney, Bono y el Merrit de los Magnetic Fields en el expreso del tiempo. Es un género nuevo que podría haberse hecho hace 400 años. Y si Beethoven o Mozart levantaran la cabeza y escucharan este ejercicio no podrían más que derramar lágrimas de frustración por no poder comprenderlo, por no poder haber vivido en esa era que grita tu nombre en la oscuridad de la noche y que llama a tu puerta para desaparecer cuando te decides a abrirla. Por no haber vivido en la era de Arcade Fire».
Neon Bible sigue siendo, diez años después, un disco capaz de cambiar todo tu estado de ánimo, con un poder de influencia emocional brutal. Sólido como el acero. Turbador. Pletórico en su directa simplicidad.
Imprescindible.
Gracias -a quien las tenga- por hacerme vivir en la misma edad de oscuridad.