Arctic Monkeys te dan la bienvenida en su sexto disco de estudio a un decadente resort espacial para pasarse por completo al croonerismo
Reconozco que empiezo esta crítica cabreado. Y no por culpa de los Arctic Monkeys. Ellos pueden hacer lo que les de la gana, como toda banda que se haya ganado su status de súper estrella por méritos propios y con discos sobresalientes como son su debut, Favourite Worst Nightmare y el último, AM, en el que terminaron de dejar claro que ya podríamos empezar a esperar casi cualquier cosa de la banda de Sheffield y con el conseguían meterse en el bolsillo al tan resistente mercado americano. Si pueden hacer lo que les da la gana y ya podíamos esperar lo que fuera, tampoco vayamos a extrañarnos de que nos hayan entregado un disco en solitario de Alex Turner que por pereza se quedó en un disco de Arctic Monkeys o una coletilla de los géneros clásicos y de salón con los que ha coqueteado Turner en los últimos años, The Last Shadow Puppets o trabajo con Alexandra Savior mediante.
Lo que me cabrea es que Arcade Fire saquen Everything Now y les lluevan palos y que Arctic Monkeys saquen Tranquility Base Hotel & Casino y les hagan la ola. Mire usted, no. Que revisando algunas notas del país vemos que lo han valorado mejor que al You Want It Darker de Cohen, que a los dos últimos discos de Nick Cave y que a la obra maestra que lanzó el año pasado King Krule, The OOZ. Y que por poco no han dicho que es mejor que el último de David Bowie. ¿Que Alex Turner ha inventado el croonerismo moderno? Otra vez, mire usted, no. Todos los artistas que acabo de repasar lo han hecho mejor, más creíble, más seguro, más oscuro… y con más canciones. Sobre todo con más canciones.
Y todos están retratados en el nuevo imaginario de Turner. Un Turner que se encerró en su apartamento de Los Angeles para componer en aislamiento el disco al piano viendo que a la guitarra se le acababan las posibilidades de dar giros tan reconocibles. Ahí, a las cuerdas pulsadas, lejos de su zona de confort, barrunta líneas de embriagada lucidez y traslada la acción lírica a un universo ficticio en el que el lujo casposo y trasnochado se da cita con lo frívolo y con lo futurista.
Situado en el Mar de la Tranquilidad, la superficie de la Luna en la que plantó la bandera Neil Armstrong en 1969, el Tranquility Base Hotel & Casino se presenta como un resort decadente que invita al descanso hedonista y culpable, pero que sobre todo busca sumergir al oyente en su densa bruma, la que en el disco intentan provocar los sintetizadores retro, el Farfisa ahogado, el oscuro clavecín, el Wurlitzer que maneja James Righton de Klaxons, todos claros y siniestros protagonistas que no dejan de recordar en el fondo al propio trabajo de Mini Mansions, grupo con el que ya había participado Alex Turner casi apadrinándoles junto a Josh Homme en su lanzamiento y que también han tomado parte en el sexto disco de Arctic Monkeys, o (sin comerse mucho la cabeza) al cortesanismo febril y retropop de Grizzly Bear. Esa atmósfera de humo de tabaco y efluvios de alcohol que seda a los huéspedes mientras fuera, en el espacio, reina el estruendo gravísimo e interminable que nosotros los humanos no podemos escuchar, los bajos ingrávidos de Nick O’Malley, diluidos en una psicodelia espacial y muy sacados de referencias extrañas de Turner como el tema ‘Long Hot Summer’ de The Style Council. Supongo que si consigues aspirar el cargado ambiente del Tranquility Base Hotel & Casino es cuando empiezas a ver guapo a Alex detrás de la barra de ‘Star Treatment’, mientras esperas al ascensor. Es cuando le ves profundidad ontológica a sus ocurrencias, como la de montar una taquería en el tejado debido a la gentrificación de la superficie lunar desde un éxodo hipotético (en ‘Four Out of Five’, donde también le pide a sus fans que sean clementes, de alguna manera: «Take it easy for a little while / Come on and stay with us / It’s such an easy fly»). Cuando hasta le ríes las gracias, como al típico intelectual de palo que viene con las referencias estudiadas a las fiestas y a llevarse a la chica hablando del color y Wong Kar-Wai, de Goddard y de iconos del cine y la canción franceses, de Buckowsky… Como si hubiera que ser experto en artes liberales con impostado decadentismo para entender el nuevo disco de los Arctic Monkeys, la última genialidad de Alex Turner.
Como si tuviera que ser fan de la chanson française para disfrutarlo. Como si no lo hubieran hecho ya Bowie, Cohen, Cave o Father John Misty, al que el año pasado le ponían la pega del onanismo los mismos que este se la perdonan a Turner. Como si fuera el primer inglés en enamorarse del sonido de James Bond y como si Jarvis Cocker nunca hubiera hecho This Is Hardcore (¿de verdad hay que irse hasta Gainsbourgh para disfrutar de Tranquility Base Hotel & Casino? ¿de verdad?). Como si no sonara a la indolencia mitómana de la Lana del Rey obsesionada con las colinas de Hollywood. Como si Turner hubiera inventado el croon. Como si no se hubiera pasado por la piedra el concepto que lleva obsesionando a King Krule dos discos ya, la luna, y como si no le hubiera tratado de succionar algo de su juventud, tanto como él se esforzó en coger lo justo de los Arctic Monkeys que fueron rabiosa y enérgicamente fundamentales para toda una generación de nuevos músicos cuando el mundo era muy diferente.
A Turner le da lo mismo, me atrevo a decir hasta que se la suda. «Yo solo quería ser uno de los Strokes / Y mira la mierda que me habéis obligado a hacer», sentencia para abrir el disco en tan claro como irónico captatio benevolentiae. Pero el caso es que no, Alex. Seguramente nadie te obligó a publicar otro disco de Arctic Monkeys que no te apetecía publicar. La sensación que da al oírlo es que te obligaron, te sentaste con pereza al piano, luchando contra ti mismo y lo hiciste sin muchas ganas. Que se lo llevaste a tus compañeros y que, por pereza, te dijeron que vale, que tiramos con lo que sea. Que James Ford hizo lo que pudo y que de hecho la canción en la que más peso tiene su nombre en los créditos resulta ser también la mejor canción del disco, ‘Tranquility Base Hotel & Casino’, esa que me tiene soñando una semana con la estación espacial a la que podría haber arribado todo esto. Que no habéis tenido valor a presentarlo en sociedad con un single porque ni uno solo hay en el disco y el hype, en lugar de crecer como ha ocurrido, se hubiera deshinchado inexorablemente. Que no es que no solo no hay singles, es que tampoco hay canciones. Sí hay ideas, sí hay pasajes buenos (la voz en ‘American Sports’), algunos incluso arrebatadores, como la armonía descendente de ‘Golden Trunks’, el inicio de ‘Four Stars Out of Five’ y su atisbo de sample de ‘Golden Skans’ de Klaxons (buscadlo, que está), el solo ácido de ‘She Looks Like Fun’ y las voces de ultratumba que pone Cameron Avery de Tame Impala, que también ha participado en el disco, un poco en la línea de ‘Dum Surfer’ de King Krule (qué casualidad) y homenajeando al Iggy Pop de The Idiot, o el sonido Elvis Presley meets Pulp de ‘The Ultracheese’, un waltz con sutilísimas disonancias teatrales que hubiera quedado estupendo en un disco en solitario de Alex Turner y que trae un poco esa distopía en presente urbana que Brecht se esforzó por escenificar con la música del compositor alemán Kurt Weill.
Pero en general la coherencia brilla por su ausencia y deja momentos tan insustanciales como esa melodía de musical ñoño de ‘The World’s First Ever Monster Truck Front Flip’, los ganchos vuelven todos hasta hacerse repetitivos, tanto los arpegios de los sintes y las atmósferas bondianas (la obsesión de Alex Turner con 007 en general es real, ya hicieron los monos una versión de ‘Diamonds Are Forever’, pero en particular para este disco con ‘You Only Live Twice’, como demuestra ‘One Point Perspective’) como las escalas descendentes y los ritmos sincopados, y la consciente falta de estribillos parece más bien un lastre, no tanto una genialidad a nivel compositivo. Porque tampoco dice mucho, que al final es lo que podría salvar al disco. Una reflexión personal sobre la fama, la madurez, las decisiones empresariales, la desconexión de los tiempos modernos, la tecnología, las redes sociales, fake news y romances virtuales, el empleo de las distopías (Blade Runner, 1984, Fassbinder… lo de siempre; explícitamente referenciados además, que le quita romanticismo) como forma de explicar el presente a través de una deformación del futuro o el sentido general de la vida y el amor hecha con metáforas de ciencia ficción y tópicos de borrachera. No hay mucho más en Tranquility Base Hotel & Casino que lo que esperarías encontrarte en el hipótetico complejo lunar del que toma su nombre: el lugar ideal para pasar unas vacaciones deprimentes y aburridísimas. El lamento de ‘Moon River’ llorado en la estación Moonraker… el gas nervioso con el que Hugo Drax pretendía eliminar a toda la humanidad.