La educación puede pasarse de lista. Eso pensaba desde mi asiento de la fila 20 mientras Nick Cave afinaba la voz al tono de ‘We Know Who U R’ y mientras todo el auditorio iba tomando su sitio. Su sombra se proyectaba en la pared, gigante y amenazadora, y dibujaba tenebrosos latigazos al vacío. Reclamaba sangre, almas con las que llenarse. La educación puede pasarse de lista.
Nick Cave está rodeado de un halo de divinidad, de un aura mística que lo eleva a la categoría de mito viviente y que lo aleja del común de los mortales. Mentira. Es de todo menos mesiánico. Es diabólicamente humano. Suda, llora, escupe, caga. Y lo hace todo delante de ti para que seas consciente de que no hay religión de por medio, de que no hay comuniones ni éxtasis. De que esto es solo rock and roll aunque te lleve directo al fondo de tu alma. Por eso cuando vi a ese demonio vestido de negro reptar hacia su piano, frustrado por no haberse llevado vida ajena alguna a la boca, pensé que la educación puede pasarse de lista. ‘The Weeping Song’ y todos sentados, atentos. Tensos algunos. Con ‘Red Right Hand’ ya me cabreé. Los Bad Seeds, la pequeña representación que de ellos había sobre el escenario (con Martyn Casey, Thomas Wydler, Toby Dammit y el duendecillo Warren Ellis, más inactivo de lo habitual en una gira a nombre exclusivo de Cave), te golpean la cabeza, te sacuden y te conducen por distintas intensidades sonoras para dejarte mareado y, sobre todo, lleno de una inusitada energía siniestra que es necesario liberar. Y el crooner vuelve al vacío, y vuelve a mover los brazos hacia sí en una danza suplicante. «Have you ever heard about the Higgs Boson Blues? I’m going down to Geneva, gonna teach it to you». Me levanté. Muy tranquilo. Había algo de movimiento. Fui al pasillo central y empecé a bajar las escaleras. Muy tranquilo. Me agaché en el primer escalón y me quede ahí quieto, mirándole, mudo.
Cansado de reclamarnos, cansado de que la educación se pasara de lista, decidió ser él el que diera ese paso adelante y bajó a la tarima. Entonces sí, entonces yo y unos pocos más nos acercamos a él. Cada vez que escuche el «can you fell my heartbeat?» recordaré cómo me cogió de la mano y me la acercó a su corazón. Entonces sí, entonces sí empezó el concierto. Los cinco jinetes del apocalipsis se convirtieron en sirenas y el canto de ‘Mermaids’ ya inundó todo el recinto para mecer una emocionantísima ‘The Ship Song’ que consiguió frustrar los intentos de la seguridad de disipar la reunión de feligreses que esa especie de señor de la noche se había dispuesto para vampirizar.
Para contar la historia de la chica del apartamento 29 subió a una joven morena, elegida y de bastante buen ver (tonto no es), que tuvo que aguantar que el respetable la condenase a llorar por toda la eternidad. Se redimió con ella al piano dedicándole ‘Stranger Than Kidness’, una muy celebrada maravilla sacada de Your Funeral… My Trial, el disco preferido de Cave y cima de una de las etapas más lúcidas de los Bad Seeds. Toda esta parte del concierto se sucedió como una constante redención. Nick se lamió las heridas de la heroína y de PJ Harvey empalmando casi en solitario algunas de las grandes baladas de su discografía. ‘Love Letter’ acarameló a las parejitas; ‘Into my arms’ se convirtió en una deliciosa misa de luces, sombras y filosofía, y su primera línea retumbó en el silencio ahogado de voz del Palacio de Congresos… «I don´t believe in an interventionist God, but I know, darling, that you do»; con ‘West Country Girl’ y ‘Black Hair’ todos, hasta los que hemos dejado de creer, volvíamos a creer en el amor. Solo ‘Tupelo’ interrumpió este lamento. Y lo hizo con ruidos infernales, con el bajo a cuyo ritmo marchan las huestes de sangre y fuego y con una invasión del auditorio que se convirtió en una lección magistral de espectáculo en este tipo de recintos.
Nick Cave se arrastra como una viuda negra, como el protagonista de una pesadilla de Tim Burton, por encima de la gente. Se sube a las butacas y se agarra a su público. Cada contacto le insufla vida y se la arranca al que presencia el aquelarre. Nos increpa. Y con todos a sus pies, vuelve a su impertérrito piano, se enjuaga la boca con whiskey (unas veces traga, otras escupe con violencia sobre la moqueta) y acomete una desnudísima versión de ‘The Mercy Seat’, ese reflexivo poema del condenado a muerte. El brillo que adquiere esta pieza en el contexto de una gira más íntima contrasta con el que pierde ‘Jubilee Street’, que solo alcanza su máximo esplendor con todos los Bad Seeds a full y donde se echa de menos a ese Cave encolerizado que da patadas al aire gritando «look at me now!». Les sirvió para despedirse y cerrar el set principal del show.
Pero todavía quedaban varias partituras en el atril, así que volvieron para echar el resto con la cabaretera ‘Up Jump The Devil’, que mostró un Cave hiperactivo al piano, al xilófono y a un micro que se enrollaba con su pie. Le siguieron las únicas concesiones a la faceta más popdetodalavida que se permitieron en toda la velada: ‘People Ain’t No Good’ y la sencilla y descomunal ‘Breathless’, coreada por todo el Palacio.
Para el final dejaron lo mejor. «Hey, do you know about a woman? Well… well, I got a woman», dijo Cave. Miró a Warren Ellis. «Are you ready?» Y estallaron los acordes de ‘Jack The Ripper’. Y el público se convirtió en parte de su banda de maleantes siguiéndole en los «ehh-ehh-eh», ese duendecillo barbudo de la América profunda empezó a jugar con las tormentas de sus seis cuerdas, y Nick se creció y volvió a bañarse entre la gente. Volvió al foso, ese lugar donde se encuentra como en casa. Desde allí y con gente abrazada en torno a él empezó a entonar el susurro con el que conquistó a la crítica, al público y al mundo por enésima vez hace unos pocos años. «I’ve got a feeling I just can’t shake», y dos latidos de bajo que se clavan muy profundo. Él lo dice, «some people say that it’s just rock and roll, oh, but it gets you right down to your soul». Él lo ordena, «you’ve gotta just keep on pushing… push the sky away». Nosotros escuchamos y obedecemos, y no nos queda más remedio que rendirnos ante la grandeza de un maestro que ha sabido madurar y canalizar toda la ira que lo motivaba en su juventud hacia terrenos más reposados pero llenos de intensidad.
Nick Cave se hizo humano en Madrid y eso lo encumbró un poquito más. Le dio un tortazo a la educación para espabilarla, para hacerla sucumbir por una vez ante el sentido común. Y es que así es un concierto de un hombre que concibe la música en su forma más catártica, se ponga por delante el auditorio que se ponga.