El año de… King Krule

Diego Rubio Méndez

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King Krule aspira a ser el gran cronista de Londres con una arriesgada y personal fusión que integra el jazz, el hip hop, el trip hop, el punk y el indie con irreverencia y descaro


Si todavía no conoces a King Krule, te aviso, te va a dar una buena hostia en toda la cara. Este jovenzuelo de Londres, que acaba de cumplir los 23 años y puede presumir de un ego indolente desmesurado, cruza en su música tantos estilos como impulsos culturales, y es eso en definitiva lo que lo ha llevado a convertirse en un referente para la contra cultura británica, un poeta contemporáneo, un cronista de la Londres de la desconexión, del neo nihilismo y de la dilución del futuro.

Archy Marsall es todo un hijo del punk, de su actitud agresiva y despreocupada, pero también un suburbano cosmopolita y un ávido consumidor de cultura. Es esto lo que le llevó a escribir música, la necesidad de expresarse y de dar rienda suelta a lo que en él adopta condición de ideario. De ahí surgen sus primeros EP, publicados por él mismo bajo el nombre Zoo Kid cuando contaba con apenas 14 años e iba al instituto, de la necesidad de escupir. De vomitar algo que llevaba creciendo en él como un veneno desde que se obsesionara a los ocho años con la estación de grabación Roland 8-Track. Con 12 años ya daba conciertos y andaba sumergido en el ambiente de baretos y antros, envuelto en los efluvios de la marihuana y el alcohol, así que no es raro todo lo que cuenta en A New Place To Drown, un libro de poesía urbana que escribió junto a su hermano después de su primera crisis creativa.

Lo acompañó de un disco igualmente titulado y firmado bajo su nombre de pila en el pone música a esas tardes de parque con su hermano, de hip hop, de maría y cerveza, a cientos de pequeñas reflexiones sobre lo fútil, sobre lo efímero, sobre la significancia y, en definitiva, sobre el nihilismo al que aboca una sociedad que aplasta ya la mente antes que el cuerpo. Era 2015 y Archy sentía que el nombre que le había hecho cobrar cierta relevancia internacional, especialmente gracias a la jam pub-cabaretera ‘A Lizard State’, había perdido sus direcciones musicales.

Marsall decidió en 2011, un poco a lo loco, antes de un concierto en Francia, adoptar el alias de King Krule. Homenajeaba a aquella película de Michael Curtiz de 1958, King Creole, en la que Elvys Presley hace el papel de un joven de 19 años que vive la vida desenfrenada y se enreda con dos mujeres, pero en el fondo se homenajeaba a si mismo y a su propio frenesí. Va por dentro, como demuestra su música, aunque a veces pugne por salir.

El EP homónimo que publicó casi inmediatamente después de aquello le ponía la etiqueta de indie de guitarra, con reminiscencias californianas, pero ya lucía una dicción puramente punk y querencia por el fraseo. En esos años y en los que vendrían, los que narra en A New Place To Drown, siguió creciendo poco a poco demasiado deprisa y convenciéndose cada vez más de su pasotismo exacerbado, envuelto en un ambiente que comenzaba a definirle… y a atraparle.

En una reciente entrevista con Pitchfork cuenta que estaba rodeado de raperos. Es normal crecer así en un barrio del sudeste de Londres, una ciudad donde en esos años cocía su resurrección el grime, así que es lógico que lo integrara en su manera de ver la música. Con todo, Archy Marsall se ha confirmado como un excelente integrador. Se enamoró de una chica de Barcelona con la que aún mantiene una prometedora relación y se dejó llevar por el mensaje a través de Facebook de un tipo argentino que le instaba a ver el vídeo de un saxofonista que tocaba debajo de un puente en algún suburbio de la capital de la pérfida Albión, lo que le llevó a interesarse por el soul y por el jazz. Conoció la cultura de club. Y puede rapear vestido de new romantic, con gabardina y tupé.

La integración, algo destartalada y con sabor a do it yourself, se convirtió rápidamente en la seña de identidad musical del excepcional disco con el que debutaría definitivamente como King Krule, 6 Feet Beneath the Moon, publicado por XL Recordings en 2013. Como un Mac Demarco de suburbio capitalino, de parque de skaters en vez de playa, Archy Marsall parecía ir adentrándose en la que es su principal motivación, aparte de la de llegar a ser el poeta más auténtico de su Londres natal —sería divertido verle chocar alguna vez los puños con Kate Tempest—: hacer el gran disco de indie rock que él mismo llevaba años sin escuchar. Una obra trascendente.

En él sofocaba gran parte de sus impulsos destructivos de años anteriores, de enfrentamientos y de su pose de violencia a modo de escudo, y empezaba a dar vueltas sobre el tema de la desconexión, algo que es ya una constante de su evolución. Pero sobre todo se dejaba llevar por los géneros con la suavidad con la que el humo danza ante la luz en la oscuridad. Un trip hop cannábico instigaba unas composiciones que pasaban del indie rock al r&b y del hip hop al darkwave con la pasividad del que lleva encima una buena fumada. Por aquel entonces participó en dos temas del debut de sus colegas Mount Kimbie, lo que demuestra en parte su apertura.

Perdido entre tantas influencias, se encontró en 2015, donde le dejamos, ante un momento de intenso cambio personal, entregado al rap y a la marihuana. Consiguió mirar con perspectiva, imponerse cierta disciplina y asentar sus ideas musicales, y encontró en su pareja la motivación necesaria. Quería impresionarla.

Y así llegamos a este punto, hasta un 2017 en el que King Krule se ha sentido preparado para volver. Demostrando con ello que este es el alter ego con el que está verdaderamente comprometido con apostar el todo por el todo. Al final, todos los bandazos no son sino la forma en la que Marsall se ha ido testando a si mismo para ofrecer su mejor versión en cada uno de sus ahora, dos discos.

The Ooz, que hace referencia desde el mismo título a todas esas cosas que rezuman, a algo sucio pero a veces extrañamente agradable, llegará el próximo 13 de octubre y parece venir acompañado de la verdadera confirmación de King Krule como estela de una generación. Los dos adelantos mostrados, además de ese grindeo por el post punk que se ha marcado para el sofomoro de Mount Kimbie —‘Blue Train Lines’—, son dos composiciones sólidas y enteras, cada una en entorno diferenciado pero unidas por el vapor del jazz. ‘Dum Surfer’ en un smooth tropical muy hiphopero —y a mí que se me viene a la cabeza el shock que pudo provocar en su momento el Parklife de Blur; Damon Albarn acabó después montándolo todo sobre un discurso de hip hop en Gorillaz, casualidades de la vida— y ‘Czech One’, por su parte, en un ambiente de elegancia seductora, ejerciendo Marsall de crooner maldito.

Pero también otras que ha ido presentando en directo, como ‘The Locomotive’. Reconozco que me lo perdí en el Primavera Sound, donde la debutó; todavía no soy tan cool como para perderme a Arcade Fire, pero sus presentaciones están llenas de fuerza e insisten en esa especie de punk jazz que ya ha hecho completamente suyo.

Veremos lo que finalmente depara The Ooz y la gira que lo acompañará, pero desde luego parece que estamos en las condiciones de afirmar que este, o el que viene, pueden ser el año de King Krule.


Fotografía: Annie Lesser

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