Contamos nuestra experiencia en el NOS Alive 2016, con uno de los mejores carteles de la temporada
Lisboa anochece desde el Castillo de San Jorge. La luz de la luna baña sus colinas y sube por la Calçada da Glória hasta el centro del barrio alto. Y la ciudad se despierta de nuevo, su vida empieza a descender hacia el Tajo, por la calle rosa, y se pierde en el oscuro azul de la muerte del río. Entre tintineos, humo, cerveza y arrullos de mar. Entre grafitis y versos de Pessoa. Entre lamentos. Entre sonido.
Así empieza la historia de cómo la mejor banda del planeta disfrazó la noche lisboeta de rubí, zafiro, púrpura y violeta. El NOS Alive celebraba su décimo aniversario y presentaba para la ocasión un cartel a la altura de la circunstancia. Tame Impala, Radiohead y Arcade Fire. Y toda una decoración de brillantes. El colofón perfecto para una ciudad que merece mil y un visitas y posee mil y dos excusas para visitarla.
JUEVES. The bros gonna work it up.
El jueves 7 de julio se presentaba, a razón de un cartel tan deslumbrante, y de luces anda el tema, como una suerte de gran jornada inaugural. El preludio de la verdadera experiencia. The 1975, con un show tempranero pero lleno de energía y con aspiraciones de banda de estadios; Bob Moses, con un techno-house más precisado que en la faceta de estudio y algo blandito; y Biffy Clyro, con esa alteridad de caras entre el rock melódico y un gruñido agresivo, servían para hacer los honores de uno de los mitos vivientes más relucientes de la historia de la música.
La pluma, que es más fuerte que la espada, corta en silencio el declive de un caluroso día de julio en la capital de Portugal. La pluma que un día fuera norte de un mapa llamado Led Zeppelin. Robert Plant se apoderaba de todos con ‘The Lemon Song’, con una voz cargada de recuerdos, con melodías ya eternas, con las caricias hipnóticas de la emulsionada psicodelia. ‘Rainbow’ anticipaba a ‘Black Dog’ y la intención quedaba clara: que los Zeppelin empañen el show para hacer más llevadero el disco en solitario de su legendario cabecilla. Y defenderse con una banda, The Sensational Space Shifters, que recorre las raíces de Inglaterra y de EEUU a través del rock, del country, del blues, del folk inglés y del soul y las funde con la psicodelia y con el rock industrial, y que sustituye las licencias de Jimmy Page con el virtuosismo de Juldeh Camara. Este griot (como un juglar) de Gambia enarbola un nyanyeru, nombre fula para el goje, una fídula o viola de arco de una cuerda natural del África Occidental y el Sahel. Pero se acaba echando de menos a Zoso, el oeste de los Zeppelin. Sus solos chillones e infecciosos dejan un vacío irremplazable en ‘Whole Lottla Love’, incluida en un medley entre ‘I Just Want To Make Love To You’ y ‘Mona’, o en el final con ‘Rock And Roll’. Lo mejor lo dejaron dos temas muy Plant: ‘Daze And Confused’, con su bruma impenetrable, y ‘Babe I’m Gonna Leave You’.
Me voy rápido, a pillar empezado el concierto de Wolf Alice en el escenario Heineken. La revelación británica del año pasado ya no lo es tanto y se comporta sobre el escenario con una solvencia propia de maestros, con un noise pop recargado a veces y otras oscuro, tenebroso y sutil, como en ‘Lisbon’ (con guiño a la ciudad incluido) o en ‘Moaning Lisa Smile’. ‘Giant Peach’ entre cascadas de sonido bien vale perderse a los Pixies, cada vez más mecánicos, más mayores y más impersonales. Un amigo los adora y salió bastante decepcionado pese a que presentaran varios temas. En fin.
El plato estrella de la noche levantaría el vuelo de una jornada un poco mal alimentada y venía con el aperitivo de los hermanos Dewaele primero como Soulwax en un formato live que se quedaba pequeño bajo la carpa del Heineken. Visualmente recordaban a LCD Soundsystem, a Hot Chip o a Caribou, y no terminaban de llegar a desplegarse técnicamente como estos, pero sí nos hicieron bailar con su dance punk de inspiración techno y con hitazos como ‘NY Excuse’.
Los Chemical Brothers, que no saben dar un concierto malo, ensombrecen a todos sus coetáneos en tiempo y en estilo y encienden la mecha del escenario principal a eso de la 1 de la madrugada con ‘Hey Boy, Hey Girl’, uno de sus temazos más conocidos. Y a partir de ahí se deciden a no parar, entregándose a su parte más bailable con ‘Chemical Beats’ y ‘Do It Again’, con ese leitmotiv housero que se agarra al cerebelo. Y luego viene ‘Go’, el mejor tema de su último disco y que se ha sumado ya a sus clásicos irrenunciables. Tralla para calentar unas rodillas que, cansadas, se abandonan a los arpegios de ‘Swoon’, la única concesión a un Further que, pese a su escaso nivel de creatividad, dejó otra maravilla para un temario sin posibilidad de apelación. Con ‘Star Guitar’ bajo las líneas de ‘Temptation’ terminaba el reposo y los Chemi se disfrazaban de electro para engordar la parte central del show, eclosionando en ‘Elektrobank’, con un beat seco y mensajes militares de tercera guerra mundial. La agresividad de la parte final llegaba al clímax con el mejor tema de los hermanos de Manchester. ‘Galvanize’, con las proyecciones enmascaradas, invadía la noche lisboeta con su legendario sample de violín. No era el final, para la verdadera apoteosis se habían reservado toda una sarta de beats de la primera etapa: ‘Leave Home’, con su mantra “the bros gonna work it up” y extendida en la histriónica ‘Song To The Siren’ para dar paso a ‘Block Rocking Beats’. The Chemical Brothers invitando a todo el mundo a cavar su propio agujero con un riff de guitarra que les define tanto como les encumbra. De lo mejor del festival, una experiencia inolvidable y un verdadero fiestón. Encomendados al carpe noctem, al MDMA y a los litros de alcohol que corrían por las arterias del festival en botellas de agua rellenas de vodka y de ginebra.
El epílogo del breakbeat lo pondrían de nuevo los belgas de Soulwax, esta vez endurecidos a los platos como 2manyDjs. Ya se sabe lo que son: hitazos remezclados de indie y de dance y un buenrrollismo destartalado. La noche de Lisboa mostraba sus cartas y el NOS arreglaba una de sus facetas históricamente más deficientes: la electrónica de masas. El jueves el recinto acabó convertido, después de todo, en una discoteca gigante con entrantes de rock.
VIERNES. El mito del impala y del androide.
La noche se alargó demasiado y, al día siguiente, solo restaban fuerzas para piscina, sol y cervezas de resaca. Eso y que ya vi a Years And Years en el SOS (aunque según me cuentan ahora llevan un show más animado y visualmente más elaborado, plagado de covers «lololeras») y a Jagwar Ma, Courtney Barnett y Foals (a estos alguna vez más) en el Primavera Sound me permitieron llegar un poco tarde y sumarme a la mitad del concierto de los últimos, que siguen siendo arrolladores en directo. Me fundí con la masa en el orgasmo de ‘Late Night’ y desde entonces sonaron como apisonadoras ‘Mountain At My Gates’, ‘Inhaler’ y ‘What Went Down’. El recorrido de los chicos de Oxford los ha llevado a ser una de las bandas de rock más interesantes de la actualidad.
A partir de aquí, la espera para un doblete mágico, haciendo fuerza para llegar a las primeras filas. Primero, Tame Impala. Los jinetes de la nueva psicodelia terminaron irguiéndose como uno de los triunfadores del festival con un concierto de ritmo frenético (apenas les dieron una hora para tocar, gajes de ir delante de Radiohead, los segundos de esta dupla), pasajes eternos y riffs concretos como guijarros a la cabeza.
Es lo que tiene levantar ‘Let It Happen’ desde el inicio y abandonarse con ‘Mind Mischief’, que acabas arrancando hasta sujetadores. Cuando iban por ‘Elephant’ en las pantallas ya se habían visto unos cuantos pares de tetas y hasta Kevin Parker se reía e increpaba a las madres de las criaturillas. Pero sobre todo se veía que los australianos son capaces de reconvertir a mejor todos sus temas en directo.
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El color tiñó el anochecer con ‘The Less I Know The Better’ y con ‘Daffodils’, su colaboración en el último y exitoso disco de Mark Ronson, y una explosión de confeti abrazó ‘Feels Like We Only Go Backwards’, la que todos esperan. Tame Impala tejen su tela de araña con un fluido viscoso y te envuelven en su espiral, con unos visuales mareantes a base de la repetición y reformación de unos círculos imparables. Un caleidoscopio de sensaciones, de emociones y de sonidos. Un viaje express a la cabeza de los responsables de una de las obras de arte más destacadas del año pasado. Y nunca entumecidos por la circunstancia de preceder a la banda más esperada del festival, más bien espoleados.
Radiohead hacía el silencio. E inundaba la noche con un halo celestial, con un sabor a centro de atención, a historia, a lugar adecuado, momento adecuado. Estás donde están Radiohead. Y ahora van a empezar a sonar.
Lo que destaca de estos Radiohead no es que presenten nuevo trabajo; llevan 10 años inaugurando temas en sus directos, muchos habían sonado ya y la eterna perpetuidad de la espera ya es todo un sello de identidad y parte de la marca. Sueltan lo nuevo desde el inicio y de carrerilla, solo salpicando con gotitas el grueso del concierto. Lo especial es que parecen entregarse ahora a las apetencias de un público masivo que puede ir desde los no iniciados hasta los sibaritas de la banda.
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Radiohead parecen ser así conscientes de su propia identidad, de su representatividad, y convierten su espectáculo en un repaso a su propia historicidad, siempre fieles a su efecto sorpresa con un setlist impredecible que se hace personal y único en cada recinto y que abarca todos los estilos que han recorrido alguna vez. En este caso dejó para el final no lo mejor sino lo que todo el mundo espera: ‘Creep’ y ‘Karma Police’, los dos luceros de unos tipos cuya trayectoria se mide más por la masa de hielo del iceberg oculta debajo del agua.
El principio, ya lo hemos comentado, despliega A Moon Shaped Pool, con la acidez inicial de ‘Burn The Witch’, la introspectiva ‘Daydreaming’, ‘Decks Dark’ o ‘Ful Stop’, el comienzo de un delirio electrónico que empezará a alternarse con la alternatividad ruidosa y rockera de los Radiohead de los 90. ‘My Iron Lung’, ‘Talk Show Host’ y ‘Exit Music (For A Film)’ – sí, la tocaron, recordando a mis mejillas lo que se siente al volverse a humedecer y haciéndome recordar a uno de mis mejores amigos y algunos momentos en su coche, y miles de discusiones sobre por qué este es el mejor tema de Radiohead. Su inicio acústico y su incendio coral, suave, sutil, su ascenso demorado, su implosión a golpe de batería y su sinte de iglesia robotizada, su estallido en el lamento vocal desgarrador de Yorke… – se sucedieron con los interludios epilépticos de ‘Lotus Flower’ y ‘The Gloaming’.
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Con ‘Identikit’, el mejor de los “nuevos” temas, empezó el mejor pasaje del concierto, una orgía experimental que venía a reconocer que los de Abingdon ya han recorrido más camino desde Kid A, su punto de inflexión: lo sintético gana en sus presentaciones, con Jonny Greenwood atacando todos los instrumentos y cachivaches disponibles en su esquina. La seguirían ‘Reckoner’, buque insignia de In Rainbows, con sus coros expansivos, y ‘Everything In Its Right Place’, anticipada por un jueguecillo de palmas y pedales y ennegrecida en directo por un beat más violento que el del estudio, más techno, más grave y rabioso, y por la sombra oscilante de la voz de Yorke loopeada pendiendo sobre las cabezas de unos asistentes acongojados y mudos, entregados a la histeria introspectiva de uno de los históricos de la banda británica. El círculo, en una noche ya condenada a la locura y a la esquizofrenia, iba a cerrarse entre las bombas invisibles que teje su sonido con las moléculas de aire con ‘Idioteque’, para un servidor cima artística de Radiohead. El látigo seco que marca su ritmo, el velo numérico de su armonía y los gemidos saliendo a borbotones del secuenciador se incrustan en los cerebros. Todos gritan “ice age coming, ice age coming”, y Thom se deja poseer por un androide y acaba bailando de epilepsia e increpando a la gente en lenguaje binario.
La normalidad regresaba en ‘Bodysnatchers’ para preludiar ‘Street Spirit (Fade Out)’, ese lamento eterno de la banda británica que todos coreamos al unísono y con el que la banda se despedía por primera vez. El año pasado pisaban ese mismo escenario Muse y no podía dejar de recordar lo mucho que han bebido de Radiohead, una especie de Beatles modernos. Regresaron con ‘Bloom’, y volvieron a arañar el manto de estrellas con un breakbeat hiperactivo – Jonny a un tercer kit de batería -, y- una calma expansiva.
Y todavía faltaban la inconmensurable ‘Paranoid Android’ y ‘2+2=5’, con su “payin’ attention” y su despiporre rockero final, la mejor forma de sumirse en el profundo bosque sonoro que supone ‘There, There’. Guitarras como escarpias, la caja marcada a golpe de himno, la voz desgarrada y fundida a negro sobre las aguas del istmo del Tajo. “Just cause you feel it doesn’t mean is there… there, there”. Les sientes, pero ¿están ahí? ¿Son los de verdad? ¿Son Radiohead?
Por si había alguna duda, después de volver a irse volvieron a volver y regalaron, como ya he dicho, ‘Creep’ y ‘Karma Police’. Para todos. Y que todo el mundo quiera ‘Creep’ no se me antoja irracional. No estaba en setlist, la empezaron y Thom preguntó “I don’t know, what you think?”. El estruendo sirvió de confirmación y se desplegó la canción que siempre acompañará a Radiohead, para bien o para mal, les guste o no, te guste o no, me guste o no; la que más les define sin ser definitoria: Radiohead soñando con ser especiales pero reconociéndose como rarunos, grimosos y aterradores.
Suena a lo que estaban llamados a sonar. Si se hubieran quedado ahí hubieran constituido un one-hit-wonder maravilloso. No lo hicieron. Se multiplicaron por 9 dejando ‘Creep’ en testimonial. Y convirtiendo la destrucción en una forma sólida de seguir construyéndose. Enormes, fieles a su historia y levantando encima del escenario la historia en general. Dejaron la noche desierta, las almas abiertas en canal abandonadas al reprise acústico de ‘Karma Police’. “For a minute, there, I lost myself”. Y ahí nos perdimos todos, en un minuto de dos horas, en un silencio de ruido eterno.
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Tuve que irme a culebrear, a meditar dando tumbos por el festival sin prestar atención a Two Door Cinema Club para asumir lo que acababa de ver. Como cuando lees un buen libro, necesitas asimilarlo antes de abrir el siguiente, interiorizarlo. Y el siguiente, para mí, esa noche, era Hot Chip. Una banda de múltiples recursos que se comporta en directo como una discoteca móvil de nivel, entre el house y el acid y coqueteando con el dance para todos los públicos y el electropop más comercial.
El repertorio que defienden es de por sí sinónimo de garantías, pero en Lisboa lo hicieron especial versionando el ‘Erotic Times’ de Prince a modo de homenaje y presentando una nueva canción, ‘House Of Truth’, ambas muy en la línea de Why Make Sense?, su último trabajo, al que pertenece el temazo ‘Need You Now’ y que viste el espectáculo de una pulsión funk irresistible. El resto, una sucesión de hits rompepistas a veces reinterpretados de forma positivamente irreconocible que van desde ‘One Life Stand’, ‘Night And Day’ y ‘Flutes’ hasta ‘Ready For The Floor’ y ‘I Feel Better’, pasando por una ‘Over And Over’ que parece hacerse más grande con el paso de los años.
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Para terminar, la que a servidor le parece una de las mejores versiones de la historia: ‘Dancing In The Dark’, de Bruce Springsteen, conducida al clímax por ‘All My Friends’ de LCD Soundsystem y acabando en un remolino con ‘Purple Rain’. Una bonita forma de irse de after por Lisboa o por las profundidades de su camping. Aunque la verdadera lluvia púrpura estuviera por venir.
SÁBADO. Apocalipsis en una iglesia incendiada en violeta.
Dormir ya es toda una utopía, y es rendirse según la orquesta de fuego. Haciendo corpóreo el mantra que reza que “sleeping is giving in”, el sábado amaneció entre los árboles, se dio un baño en la piscina y se fue rápido hacia el paseo marítimo de Oeiras, al lado de la Torre de Belém, donde hacen esos pastelitos de nata tan internacionales como deliciosos.
Little Scream, la discípula de Richard Reed Parry, tomaba el escenario Heineken rozando las 6 de la tarde. El multiinstrumentista canadiense es uno de los puntos cardinales más activos de The National Family (ya hemos comentado alguna vez los lugares, sitios, estilos musicales y artistas que recorre esta suerte de generación estelar en la que participan los hermanos Dessner, Sufjan Stevens, Sharon Van Etten, Justin Vernon o Arcade Fire) y prácticamente todo lo que toca se convierte en oro sónico.
La joven canadiense no es la excepción, aunque resulte muy difícil no llegar alto con el apoyo de los músicos mentados más arriba más el de Kyp Malone de TV On The Radio, Owen Pallet y David Z., productor del recientemente fallecido Prince. Sobre el escenario levanta un folk-pop vestido de art-rock encomendado al ruidismo y a los paisajes angulares, muy en consonancia con The National, Stevens o Van Etten. Ya tiene, además, temazos a la altura de la musa de New Jersey, como ‘Love As A Weapon’ o ‘Dark Dance’; para el final, con ‘The Kissing’, se unió a ella Reed Parry, que la llevó como telonera de su banda, Arcade Fire, en el histórico concierto de la banda canadiense en Razzmatazz el 5 de julio. Perfecto aperitivo de lo que restaba de jornada y de festival.
Tras ella, en el mismo escenario – y con el pequeño paréntesis de Hana en la carpa de electrónica, a la que luego veríamos como guitarrista principal de la banda de apoyo a Grimes – tocaban Calexico. Pese a un volumen demasiado bajo y a un sonido algo emborronado, los de Arizona siguen representando como pocos el rock tex-mex y el sonido country de frontera, mezclando influencias de raíz norteamericana con sabores latinos, rancheras y vientos mexicanos.
‘Cumbia De Donde’ empezó a caldear el ambiente, seguida de la infalible ‘Maybe On Monday’. A mitad del concierto ya se habían escuchado varios pasajes en español y había habido espacio para recordar al Beck de Guero, a Love, a Los Galleros, a Vicente Fernández, a Antonio Aguilar y a Lola Beltrán, a la ambientación de Breaking Bad, a Jalisco, a California y a Los Angeles. Y al gran Manu Chao, el clandestino, embajador de las músicas del mundo, a quien versionaron para despedirse con ‘Desaparecido’. “Me llaman el desaparecido, que cuando llega ya se ha ido, volando vengo, volando voy, deprisa, deprisa, a rumbo perdido”.
Le tocaba el turno en el descomunal escenario principal a uno de los nuestros. Esta es la enésima crónica de la tortuga milenaria. Vetusta Morla, en uno de sus escarceos de conquista del globo terráqueo, ponía el cebo para los españoles del lugar, echaba a los inglesitos pijos que nunca llegaron a saber lo que se perdieron y volvía a dar un concierto irreprochable que se abrió despacio como el manantial entre las manos que es ‘Los Días Raros’. El resto, siempre hacia arriba salvo por el medio tiempo ‘Cuarteles De Invierno’, con una sucesión de hits que oscilaban entre La Deriva y los ya clásicos.
Un ‘Golpe Maestro’, como todos los que da esta banda irracionalmente denostada por algunos inconscientes. Con cuerpo hecho ya hasta para los estadios, con una soltura de manual y con la solvencia de las mejores presentaciones en directo con las que puede soñar esta España nuestra, Vetusta Morla son los mejores embajadores de nuestra marca. Para demostrarlo están ‘El Hombre del Saco’, ‘Sálvese Quien Pueda’, ‘Valiente’ o ‘La Cuadratura Del Círculo’. “Porque ser valiente no es solo cuestión de suerte”, es cuestión de currárselo mucho. Y de que nosotros demos valor a las cosas que lo tienen.
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Qué pena que la gente no se atreviera del todo a fliparlo con ‘Saharabbey Road’. Los de Tres Cantos pueden estar tranquilos; ya han firmado una de las mejores canciones jamás compuestas en la lengua de Cervantes. Si Shakespeare levantara la cabeza…
Dejé sin terminar ‘La Cuadratura…’ para cambiar de escenario y pillar ‘Crosses’ empezada; el mejor tema de José González, siempre de lo mejor de los festivales a los que acude, bien vale una carrerilla. Va desgranando poco a poco sus canciones, va rodeándose cada vez de más músicos y de más sonidos, y abraza sabores latinos y ardientes tanto como fríos y europeos, demostrando su ascendencia políglota y su enorme gusto musical. Versionó con sutileza, como acostumbra, a Kylie Minogue (‘Hand On Your Heart’), y tocó ‘Walking Lightly’ de Junip, un detallito que se le olvidó la última vez que le vi, en el Auditori del Primavera Sound de 2015.
Las de Vestiges & Claws, su último disco, representaron la mayoría del concierto, con una genial ‘Leave Off/The Cave’, y cuando se atrevió con una de Arthur Russel, ‘This Is How We Walk On The Moon’, tuve que cambiar mis planes de empezar a hacer sitio para la noche violácea para quedarme hasta el final. ‘Teardrop’ y ‘Heartbeats’, dos hits de dos bandas de clave más bien electrónica (Massive Attack y The Knife, respectivamente) reconvertidos a maravillas folk, se antojan irresistibles. Su voz y su guitarra todavía resuenan en mi cabeza. Creo que nunca dejarán de hacerlo.
Ahora sí, amenizar otra espera, la más larga del festival. Para ello estaban programados Band Of Horses, que presentaban su Why Are You OK. No dan para mucho los de Ben Bridwell, que dieron un concierto más bien flojito salvado si acaso por ‘Laredo’ y por la clausura de ‘The Funeral’, todo un clásico moderno que les pone, a día de hoy, en verdadero riesgo de entrar en la nómina de one-hit-wonders.
Su americana facilona con vocación llenaestadios se acaba quedando en el limbo de la indefinición. Sí les agradezco que la poca animación que dieron me sirviera para ir haciendo mi propia guerra personal contra el espacio hasta alcanzar las primeras filas. Allí esperaba el premio definitivo. Allí esperaba el lugar más adecuado para ver con honores a la mejor banda del planeta. Allí empezaba mi segunda confrontación con los fantásticos Arcade Fire.
Cuando Arcade Fire pisan un festival lo que ocurre es previsible: tocan decenas de bandas buenas, hay conciertos increíbles… y luego llegan ellos y deslucen a los demás, o los deslumbran con su luz de otro planeta, con su fugaz velo fantasmal, con su cariz de aparición de día de difuntos, enseñando sus calaveras de cristal en símbolo de muerte y renacimiento, abriendo la puerta del Mictlán y rociando a todos con los vapores pórfidos del infierno terrenal. Su despliegue técnico, físico, visual, estético y estilístico arrolla con la intensidad de su repertorio a quien se ponga por delante, y siempre con un sonido claro desde todos los puntos de la explanada, lejos y cerca, con una línea vocal perfectamente comprensible entre el revuelto instrumental. Una vez más, ocurrió lo previsible; una vez más, la troupé volvió a incendiar la noche con su estela violácea y con su rock de iglesia del nuevo mundo. Esta es la historia, ahora sí, de Arcade Fire abriendo en Lisboa las puertas del Averno.
Se respiraba en Oeiras la calma que precede a una tempestad, con el silbar de la brisa marina colisionando con los sonidos que todavía rebotan de resaca entre las paredes de los puestos, las barras, los árboles y los escenarios. Y, de repente, ruido; un ruido atronador.
Arcade Fire se saben humanos, profetas, mesías, y portan un mensaje inteligentemente diseñado que va más allá del simple marketing de guerrilla. Sin disco que presentar y menos encorsetados en la difusión de su palabra, van a desplegarse de forma totalmente comunional, representando el viaje nietzscheano del camello, el león y el niño, su propio camino del Calvario, y van a hacer más efectiva su apariencia de nueva iglesia. Los de Montreal cuentan con la pompa de quien se sabe en el centro de las cosas importantes, de la crucialidad del universo.
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Así, llegan humanos, terrestres. ‘Ready To Start’, desde el principio, como una simple banda de rock. Sin luces, aparte de la que ellos transmiten. Es la fase vital, la demostración y exaltación de la vida en que consiste su excepcional The Suburbs (2010). Tras ella, el tema homónimo, con su reprise nadir empezando a inundar la noche de penumbra.
La transición la puso ‘Sprawl II (Mountains Beyond Mountains)’, tan pre-Reflektor e inducida en la oscuridad a través del remix de Damian Taylor, y con ella vinieron las sombras violetas y las luciérnagas de discoteca espectral. Las cintas al aire desataron la celebración del nuevo funeral que supone Reflektor (2013).
La fase mortal, en la que Arcade Fire descienden a los infiernos para celebrar la vida a través de su oposición cenital, para encontrar un sentido y un enlace entre dos mundos antagónicos. Win y Régine son poseídos por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl y hablan en nombre de todos los muertos, o son Ulises y Aquiles en el Hades. El violeta del que se tiñen es, y no es una casualidad, un espacio transicional de la luz entre el rojo purpúreo, no espectral, y el azul purpúreo, espectral. Púrpura espectral, la noche de los fantasmas. “Solo un reflejo”.
Del techo de escenario se descuelga una estructura de espejos rotatorios que permite ver el suelo del escenario y al público de las primeras filas, y se desata el sintetizador implosivo de ‘Reflektor’. La discoteca del infierno. Que se continúa tras el recuerdo a Bowie con otro a New Order y a lo buenos que son Arcade Fire. ‘Afterlife’ es ya eterna, probablemente la mejor canción de esta década que se acerca peligrosamente a su final. “After all this time, after all the ambulances go —las luces reflectando su reflejo en los espejos—, after all the hangers-on are done hangin’-on in the deadlight of the afterglow —Win se sube encima del amplificador y revienta de rabia—, I’ve gotta know can we work it out? If we scream and shout ‘till we work it out! Can we just work it out”. Me detengo en la letra porque es sencillamente maravillosa.
Piden excusas, en clave de Nirvana, por terminarla y se arrancan con ‘We Exist’, tan funky, tan Prince. Los espejos empiezan a bailar entre focos de neón. Arcade Fire empiezan a resucitar a través del refuerzo de su existencia, a alcanzar la inmortalidad. Recuperan el cuerpo, apelan a David Bowie, “we can be heroes just for one day”, y se convierten en personas normales, la fase de la encarnación. La preparación de su nueva venida al mundo para empezar a construir su nueva iglesia.
‘Normal Person’ funciona como un temazo y no necesita espejos para proyectarse. Puro rock serpeante al estilo Rolling Stones y coros expansivos para atraer la atención. Para ganarse la confianza de la gente a través del gancho de Bruce Springsteen que supone la pre-Suburbs ‘Keep The Car Running’. Cómo no querer a una banda capaz de firmar semejante belleza con tres acordes de ukelele. La organicidad de Arcade Fire, en contrapunto con su versión más ácida y sintética, es otro de sus puntos fuertes, lo que les da la compleción de los mejores.
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A partir de ahora, y tras la declaración de intenciones de Win (“now, let’s go to church”), comienza la fase de inmortalidad. El púlpito al que se suben Arcade Fire para difundir su mensaje casi neo-leninista radiado por megafonía. Los acordes de órgano de ‘Intervention’ dan por comenzada la misa. Me acordé aquí de mi mejor amiga, que andaba por algún lugar del NOS compartiendo conmigo esta canción que terminaba con el lamento de “no future” del ‘God Save The Queen’ de los Sex Pistols.
Luego me acorde de mí mismo con ‘My Body Is A Cage’, esa apoteosis introspectiva que se libera al calor de los órganos y explota con la ira de una revolución, a golpes de batería y bombas de fuego, explosiones y un rojo apocalíptico que tiñe la noche. Todo el poderío de Neon Bible (2007) desatado, la biblia de neón grabando sus letras en el incendio en que se había convertido el cielo de Lisboa. Y un recurso a The Suburbs para decir que es necesario esperar para el delirio y para dejar a Win Butler la movilidad del que quiere empezar a iniciar su particular confrontación.
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‘No Cars Go’ es la antesala de lo que está por comenzar, el abandono al grito, a la descarga de energía y al siempre hacia arriba. Arcade Fire iniciando la fase del sacrificio, representada en una preciosista ‘Ocean Of Noise’ con Calexico a los vientos (!!!) y la primera de las ‘Neighborhood’, un ‘Tunnels’ que es toda una exaltación del amor puro entre pulsiones disco y coros infinitos.
Serviría de transición para la última fase: la catarsis. El sacrificio final en la hoguera de las vanidades del mundo, su propia incineración, su conversión en ave fénix a través del magistral Funeral (2004). Entre las motitas de luz del xilófono y el ruido incesante de las guitarras se levantó ‘Power Out’, la tercera de las ‘Neighborhood’ y un grito desbocado, irracional y encolerizado de todos contra todos, o de uno contra todos por acabar reforzando el concepto de individualidad. El riff de guitarra se prolonga hasta el final, envuelto en coros y en una batería hiperactiva, Win se baja con el público y levanta al cielo en tinieblas su Jazzmaster, y la iglesia explota en un orgasmo noise-rock del que empiezan a surgir tímidas las notas de piano de ‘Rebellion’, mecidas por una de las mejores líneas de bajo de la historia de la música y espoleadas por el bombo de Will Butler, aporreado con el alma. La gente no puede aguantarse las ganas de cantar. “Sleepin is givin in”, y todas sus frases que son el primer resumen del testamento de rebeldía que difunden Arcade Fire. “Come on baby, in our dreams we can live our misbehavior”. La progresión del tema te conduce a la locura, y te desgañitas con la poca voz que te queda, hasta que duela. “Now here’s the sun, it’s alright (lies, lies); here’s the moon, it’s alright (lies, lies)”. El final es lo mejor, un totum desatado que acaba arañando la noche con una agridulce melodía compuesta de uuhs en falsete que se acaba quedando sola y se rompe como una sola pieza sobre todas las cabezas. Tras el silencio, la fiesta.
El fénix ya ha quedado reducido a cenizas y no queda más que celebrar su resurrección. El crepúsculo a ritmo del calipso ‘Here Comes The Night Time’, con tiempo para el despiporre, para el juego de los reflejos con los cabezudos y el de Win con el micrófono multiefectos. “Thousand horses running wild in the city on fire”. Al final va a resultar que Arcade Fire son los jinetes del Apocalipsis, aquellos riders on the storm que aparecían en la profecía de los Doors. Confeti por todos lados, tanto que oculta la negrura y no te deja ver nada, y se te pega en el sudor de los brazos.
La despedida es el renacimiento, por eso los de Montreal te dejan desierto y vacío cuando se marchan, exhausto y feliz por el resultado del combate. Se envuelven en llamas por última vez, cegando con la intensidad del destello que se cruzó en el camino de Pablo de Tarso. Y no queda de ti más que el reflejo de su luz cegadora, la huella visual. Con ‘Wake Up’, Arcade Fire no solo vomitan su verdadero mensaje de rebeldía y levantamiento, sino que exhortan a la acción desde la catarsis del grito, del aullido y dejan a todos despiertos y listos para buscar por sí mismos una respuesta final. Colosal despedida, con su trayecto disco-punk y los coros de comunión, y la calidez de los melancólicos violines. Mejor ir a buscar el amor. Si para eso habíamos venido. “Obrigado”.
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Mientras M83 arrancaba con ‘Reunion’ arranqué yo el modo búsqueda de amigos, completamente afónico y perdido, entregado a mi sexto sentido festivalero curtido, por suerte, en ya unas cuantas batallas. Anthony González apeló al principio sobre todo a sus potentes temas anteriores, como ‘Steve McQueen’ o ‘We Own The Sky’, envolviendo la noche lisboeta con su épica progresiva pero sin llegar a levantarse tanto como para hacer más pasables los temas de relleno de su último disco, un Junk que, si bien le disculpa por no abandonarse a su faceta más comercial, supone un fiasco considerable tomando Hurry Up, We’re Dreaming como referencia.
Tan solo parece salvarse ‘Go!’, con Mai-Lan a la voz en el escenario y con un guitarrista que es capaz de parafrasear con dignidad a Steve Vai en uno de los solos más contagiosos y excéntricos de los últimos años. Tras ella, el acabose, con la línea melódica de ‘Midnight City’ coreada a pleno pulmón por la multitud y desembocada en el exhalo profundo que supone ‘Outro’, esa eterna banda sonora (con permiso del ‘Intro’ de los xx).
No me quedé al bis porque ya estaba todo dicho, pero fundamentalmente porque Grimes me estaba llamando a gritos, ya con mis amigos encontrados, desde el escenario Heineken.
La psicópata canadiense ya había soltado dos joyas de su último disco cuando llegué, pero todavía estaba a tiempo de comprobar por qué Grimes es la diva más alternativa, hipster, excéntrica y multipolar de los millennials. ‘Go’ y ‘Genesis’ se convierten en algarabías raveras de ácido, color, tics, espasmos y berridos, pero transitan por lugares profundos, oscuros, tenebrosos y calmados a través de beats gordos y profundos. Casi como un opuesto al Thom Yorke más androide, que eleva la calma de su voz sobre ritmos hiperhistriónicos.
Grimes, con capa de supergirl incluida, da saltos como una loca sobre una instrumental envolvente y reposada, suspendida en la tensión de un trap que se disfraza, como ella, de lo que le da la gana en un cosplay reversible apto para casi cualquier frikada. Como abrir su archiconocido ‘Oblivion’ con un a cappella del ‘Ave María’ de Schubert.
Para mí, que estoy muy loco y soy muy punky, lo mejor, el final: ‘Kill Vs. Maim’, un completo desfase new wave-dance punk a la japonesa que tritura a New Order con los Yeah Yeah Yeahs y con LCD Soundsystem en una termomix mutante sacada de un anime.
Vive el sueño, prepárate para la última fiesta. Bajo la carpa de electrónica daba machetazos de acid house Boys Noize, y se acababa trasladando al techno. Su sabia corre por tus venas, alimenta en las noches más largas. El bombo es necesario, ese tren bala subterráneo que a cada latido insufla su energía noctámbula. Una perfecta forma de esperar a Ratatat, muy bien programados como colofón del festival.
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Los de Brooklyn siempre son garantía de jarana con un electro guitarrero que a veces se va a beats más tropicales (‘Mirando’), otras se concreta en una pegada estridente y psicodélica (‘Lex’, ‘Wildcat’, con su maullido felino) y otras adopta la forma de un ritmo sugerente y de unos riffs circulares que se graban a fuego en la suela del zapato (‘Cream Om Chrome’, su vuelta a los ruedos y, sorprendentemente, quizá su mejor tema). Con sus chillidos te vas por la puerta mientras te recuerdan que todo ha sido un sueño. IT WAS ALL A DREAM. Otro sueño que acaba en Lisboa con la promesa de volver.