Rara vez hablamos por aquí sobre cine tan clásico como Las uvas de la ira (1940), pero en primer lugar, se trata de John Ford; y en segundo lugar, Spielberg ha anunciado que tiene en proyecto un remake de la película por excelencia sobre La Gran Depresión.
A falta de saber más sobre la versión de Spielberg, hay algo que no necesitará cambiar en su remake: la escena del desahucio, que todavía hoy permanece como el mejor resumen de esta tragedia. Ford lo despacha con unos pocos planos, simples y efectivos:
Una familia recibe atónita la orden de abandonar su granja, en la que lleva viviendo 70 años. El portador de la carta es un tipo de ciudad que se dirige a ellos en tono paternalista. Él no tiene la culpa, les dice, es una decisión de la compañía propietaria de los terrenos, y una compañía «no es nadie».
– Pero esa compañía tendrá un presidente… Alguien que sepa para qué sirve una escopeta.
– Tampoco es su culpa. El banco le dice lo que tiene que hacer.
– Muy bien, pues ¿dónde está el banco?
– En Tulsa. ¿Pero qué quieres hacer allí? Ahí sólo hay un director, que no hace más que cumplir las órdenes que le dan desde el este.
– Entonces… ¿a quién le pego un tiro?
De ahí, corte a una legión de tractores Caterpillar, ejecutando el desahucio y derribando las endebles granjas de los aparceros de Oklahoma. El padre de familia amenaza con disparar al conductor del tractor, pero este, con sentido común, le dice que lo único que conseguirá es ser ahorcado, y que dos días después habrá allí otro operario para terminar el trabajo. Es inútil resistir.
Dado el afán de Hollywood por reciclar historias, era cuestión de tiempo que alguien decidiera que la nueva crisis justificaba una revisión de la novela de John Steinbeck. En ella se narra el éxodo de la familia Joad en busca de trabajo, tras ser expulsados de su granja en Oklahoma. Lo cierto es que, setenta y tres años después, la versión de John Ford (que os invito a ver lo antes posible) es tan actual que asusta.
Desde esa molesta sensación de estar en el limbo, en una crisis que no se acaba nunca, y en la que todas las mejoras prometidas no son más que decepciones, hasta ese agónico peregrinar hacia California, la tierra prometida del momento, como ahora pueden serlo Alemania, México o Brasil.
Las instituciones corruptas, los sueldos ínfimos y los precios abusivos, el carácter anónimo del enemigo que explota y se aprovecha, el desconcierto de la gente común… Todo está en Las uvas de la ira, sin tópicos ni exageraciones, captado por la mirada certera de John Ford. Todos los personajes y situaciones resultan reales, incluso familiares.
Por supuesto, el guión y la novela original también tuvieron mucho que ver en esto. Cuando se hizo la película, los efectos de La Gran Depresión aun no habían desaparecido. Steinbeck había sido testigo como reportero de las penalidades de los inmigrantes de Oklahoma. En 1939 publicó su novela, que se convirtió en un éxito rotundo (fue el libro más vendido del año). Darryl F. Zanuck, presidente de la Fox y uno de los mayores magnates de Hollywood, saltó inmediatamente sobre el material, convencido de que sería una película de éxito.
Pero quería asegurarse de que lo que contaba Steinbeck era cierto, para que no pudieran acusarle de sensacionalista, o peor aun, de simpatizar con el socialismo (él mismo era bastante conservador). De modo que contrató investigadores privados para que fueran a los campos de trabajadores a comprobar si Steinbeck había exagerado. Los detectives volvieron diciendo que, si acaso, el escritor se había quedado corto.
Comprobado que el texto era legítimo, Zanuck necesitaba un director que pudiese trabajar rápido, para estrenar cuanto antes y aprovechar el tirón de la novela. Pero también alguien que pudiese darle un toque serio y artístico a la película. Ese director sólo podía ser John Ford, que acababa de consagrarse con La diligencia (1939), y que tenía ya un Óscar en su poder, por El delator (1935).
Pero Zanuck era famoso por involucrarse en la parte creativa de las películas, y todo el mundo creía que chocaría frontalmente con John Ford, que siempre destacó por trabajar a su aire y no plegarse a las exigencias de los productores. Contra todo pronóstico, ambos respetaron la parcela del otro, dentro de lo posible. Ford se salió con la suya, filmando en exteriores la mayor parte de la película y utilizando fuertes claroscuros en casi todos los interiores (gran trabajo en la fotografía de Gregg Toland, uno de los habituales de Ford).
Tanto insistió Ford en que todo pareciera natural y alejado del mundo irreal de Hollywood, que prohibió el maquillaje, no sólo para los actores, sino para todo el equipo técnico. Ningún artificio, ni delante ni detrás de las cámaras. Hay otros planos «marca de la casa», como el magistral plano-secuencia con el que nos adentramos, a lomos del coche de la familia Joad, en el primer campo de trabajadores en California.
Fílmalo tú
Pero si Zanuck cedió, también tuvo que ceder Ford. El montaje final fue el problema. Zanuck quería cerrar la película con un monólogo de la matriarca del clan Joad. A Ford le parecía demasiado teatral y forzado, y se negó a rodarlo. Como Zanuck insistía, Ford le dijo: «pues fílmalo tú». Y eso es lo que hizo el productor.
Al final, el monólogo de Ma Joad queda como un pequeño pegote. La película que debería haber acabado con el plano de Tom Joad/Henry Fonda caminando solo en campo abierto, tal y como había empezado. Pero sin esa escena final, Jane Darwell quizá no hubiera ganado el Óscar. Ford se sacó la espina unos años después, ya que utilizó ese mismo final en Centauros del desierto (1956), con John Wayne/Ethan Edwards abandonando a la familia y caminando solo hacia el atardecer.
(Buscando otro paralelismo con la obra de Ford, el destartalado coche, siempre a punto de volcar, en el que viaja con todos sus enseres la familia es una repetición de La Diligencia, un pequeño mundo en el que se desarrolla el drama y van evolucionando los personajes.)
El reconocimiento de la crítica para el trabajo de Ford fue unánime, y ese año se llevó su segundo Óscar como mejor director. La estatuilla a mejor película se la arrebató Rebecca, otra obra maestra. Zanuck y Ford se desquitarían el año siguiente con Qué verde era mi valle, que sí resultó ganadora (demostrando que no se habían llevado tan mal, porque repitieron colaboración). Henry Fonda, que también hace un gran papel como Tom Joad, fue nominado, pero no ganó.
Tampoco ganó el guión de Nunnally Johnson (otro habitual de Ford), que cuajó una adaptación perfecta, fiel al espíritu del libro, pero sin seguirlo al dedillo. Johnson eliminó alguno de los pasajes más polémicos (que no desvelo para no estropearle la lectura al que desee deleitarse con la novela) y varió el orden de la historia, para hacer que la película terminase en el momento más esperanzador, o menos negro. En 1940, convenía dar un mensaje de luz al final del túnel, tras 11 años de esfuerzos y penalidades.
Las uvas de la ira ha quedado hoy como un clásico atemporal. Su historia, lejos de ser válida sólo para Estados Unidos en los años 30, nos habla hoy con la misma claridad que hace 70 años. Ahora, es cosa nuestra decidir si de sus enseñanzas debemos sacar un mensaje pesimista (estamos otra vez igual de mal que en los años 30), o positivo (si se pudo salir de La Gran Depresión, se podrá salir de esta crisis).